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martes, 9 de abril de 2013

Padre de familia, parte 2ª.

Aunque a menudo recreaba en su mente aquellos momentos, aún no sabía pasado inmóvil observando los inertes ojos abiertos de su hija y los turbios cabellos de su esposa mecidos por el gélido viento, pero fue el suficiente para dar tiempo a que llegara la policía, e instantes después, una ambulancia. Según supo más tarde, el accidente fue culpa del camión. O más bien, de su conductor, un cocainómano sin ni siquiera carnet de conducir que lo acababa de robar. Sabía conducir un coche (y robar) un coche desde que tenía quince años, pero no un camión. No por asfalto cubierto de hielo. Y sobre todo, no con los reflejos distorsionados por los estupefacientes ni  con un conductor que, distraído por su bella esposa, parando su coche junto a él. Al parecer, una semana después, antes del juicio, se ahorcó. Pero no le guardaba rencor. Y menos  después de que se suicidase. La culpa no era de nadie, son cosas que pasan… Pero él era culpable. No del accidente, desde luego. Pero sí de haber culpado a su mujer de él. Apenas fue una fracción de segundo, desde que notó que había tenido un accidente hasta que abrió los ojos y vio las consecuencias de éste. Incluso cuando vio a su hija agonizante la culpó, pero en menos de lo que se tarda en parpadear, comprendió que era demasiada culpa para una persona que le quería cuyo único fallo fue tratar de avisarles de lo que podía pasar. Entonces es cuando se arrepintió. La vio caer muerta. Y lo último que había pensado sobre ella mientras estaba en vida…fue que era la causante de la muerte de la hija de ambos.
Cuando te sientes culpable de una tragedia así, incluso si lo eres, todos, hasta tú mismo, te ayudan a superarlo, diciendo cosas como que no es culpa de nadie, que tenía que pasar, que no pudo evitarse y otras banalidades. Pero ¿cómo se superaba el culpar a alguien inocente, a alguien que ya se ha ido, a alguien que en vida fue la persona que más quisiste hasta que te dio otra personita con la que compartir ese puesto? ¿Cómo iba a perdonarse no haberse despedido de las dos personas a las que más quiso jamás? ¿Cómo iba siquiera a sentirse humano después de haber cogido el coche sin preocuparse de nada, permitiendo que una niña pequeña fuese en la parte delantera del vehículo y que su mujer se jugara la vida cerrando la puerta? Estaba claro que no había forma alguna.
Por suerte, el seguro le indemnizó tan generosamente que no tendría que volver a trabajar en años si seguía llevando la vida que hasta entonces había tenido. Pero ya no tenía vida. Apenas comía. No tenía a quién regalar juguetes por las buenas notas, ni a quién sorprender con una cena romántica. No tenía, por supuesto, motivos para comprarse nada, se odiaba. Tampoco gastaría combustible con un coche que, no sabía por qué, reparó, pues no tenía un trabajo al que ir, una hija a la que llevar a clase, una familia con la que ir al campo los domingos, ni jamás tendría una hija a la que enseñar a conducir con el coche viejo, así que lo vendió. Y lo mismo hizo con la casa… ¿Para qué dos pisos estando él sólo? ¿Para qué un castillo sin sus dos princesas? Decidió coger todo el dinero que consiguió y mudarse a la modesta pensión frente al hospital, en la que tuvo su primera “cita” con su ya difunto amor. Con suerte, alguien le metería un tiro mientras dormía para llevarse el dinero, y si le detenían, en su testamento había dejado bien claro que la mitad del dinero sería para el asesino, en agradecimiento por aliviarle sufrimiento y en compensación por la probable pena de cárcel, y la otra mitad para unos suegros a los que no se atrevía mirar a la cara.
Así vivó unas semanas. Se despertaba aterrado en mitad de la noche varias veces, reviviendo aquel momento, deseando no morir ante aquel camión que al verlo aceleraba en lugar de frenar, no quería dejar una huérfana y una viuda tan jóvenes y guapas. Pero entonces despertaba, veía que  eran ellas las que le habían dejado solo, y por muy egoísta que sonara, deseaba haberse ido él. O haberse despedido de ellas como merecían…o al menos, sin reprocharles nada. Por el día, bajaba una o dos veces como máximo al restaurante que había justo bajo su habitación. Cuando tenía una vida, había estado muchas veces, durante un tiempo iba casi a diario. Era donde comían los trabajadores del hospital a los que no les gustaba la comida que se servía en los comedores de éste. Los internos considerados por sí mismos “rebeldes”, y sobre todo el personal no sanitario. Entonces los veía. Era el único contacto con la sociedad que tenía. Pero sabía que jamás nadie le llegaría a importar una milésima parte de lo que le importó su familia, y si se odiaba a sí mismo, también a los demás.
Evidentemente, no hablaba con nadie. Pero se sentía observado. Eran miradas de compasión que se apiadaban de él, pero también, a veces, de envidia. Había quien nunca supo lo que es tener una familia, pero tampoco lo que es tener dinero, y él tenía lo segundo. Poco a poco, empezó a pasar más tiempo allí, pero no comiendo, ni por supuesto hablando con sus antiguos compañeros, que ya empezaban a recriminárselo, sino bebiendo frente a una máquina tragaperras. Las miradas de envidia desaparecieron por completo, las de piedad comenzaron a convertirse en desaprobadoras miradas de recriminación. De desprecio. Casi de odio. Su aspecto era lamentable, el de un vagabundo. Y en esto es en lo que se convirtió cuando una noche, casi al amanecer, se encontró su habitación vacía. Claro, que no podía culpar a nadie, incluso el dueño le culpó a él de que le robaran el televisor: se había dejado la puerta abierta.
Fue de este modo como acabó viviendo en la calle, y justo un año después del accidente, en un invierno que ahora parecía mucho más frío y terrible, volvió a ver la silueta desfigurada de su hija recortada en un brillo que le despertaba. Y volvió a sentir el golpe en su nunca. Pero a diferencia de la noche anterior, y de la anterior a ésta, y de todas las noches del último año, el golpe fue mucho más fuerte. Y no se fue disipando hasta convertirse en resaca matutina, sino que fue seguido por otro aún más fuerte. Y por otro más, en el costado, con el que sintió el quebrarse de sus costillas. Abrió los ojos y tras volver a ver el cuerpo sin vida de su esposa con el pelo manchado de sangre y moviéndose por el viento, vio a 4 jóvenes dándole una paliza. Pero de pronto, uno de ellos dijo algo a los demás, y se fueron corriendo. Él volvió a dormirse. Soñó de nuevo con su familia.
Cuando despertó, se encontraba en el hospital, en urgencias, pero esta vez, en una camilla. Y frente a él, una joven médico preciosa. Últimamente no había tratado con muchas mujeres, pero ésta era realmente guapa. Le explicó que los que le había pegado no eran neonazis ni nada así, sino matones. Al parecer, alguien a quien se parecía mucho, se había ganado una paliza, y aquellos brutos se confundieron. Pero gracia a ello, los habían detenido, habían confesado, y a estas horas una gran red de criminales profesionales estaban siendo arrestados. También dijo que le consideraba un héroe.
La chica siguió hablando, pero él ya no escuchaba. Observaba cómo le daba puntos en el pecho con unas manos temblorosas. Hablaba más para tranquilizarse a ella misma que a él. Ni siquiera le había tapado con la sabanita verde. Era una novata. Una novata muy guapa. Y entonces recordó cómo conoció a su difunta amada. Aquella burda recreación mancillaba su recuerdo. Pero en ese instante, justo cuando daba el último punto, una enfermera entró llamándola, y se fue corriendo sin decir nada más. Inepta e incompetente becaria…había dejado sin vigilancia el material quirúrgico. No tardó ni dos minutos en volver a entrar con una gran (y hermosa) sonrisa. Preguntó si seguían y antes de esperar una respuesta, se acercó hacia la camilla para seguir remendando su magullada piel. Pero sí que respondió. Cogió el mayor bisturí de los que había junto a él dijo, casi gritó “No. No seguimos” al mismo tiempo que, ante los atónitos ojos de la chica, se seccionaba la yugular.


Padre de familia, parte 1ª.

Volvió a despertarse sintiendo el fuerte golpe en la nuca que le hacía recordar, revivir el momento en el que su vida cambió, y con éste, los últimos meses… Su vida. Tenía gracia. Su vida. No había cambiado, había desaparecido, por completo. La única vida que tenía era la que soñaba que temía perder  una y otra vez cada noche. Pero entonces despertaba, veía que no era real y deseaba morir de verdad. Pero eso nunca pasaba, a pesar de lo mucho que le había dolido la cabeza, el accidente no era real. Nunca lo era. Bueno… Sólo lo fue una vez. La primera. Cuando aún tenía una vida que perder….
Lo tenía todo en aquellos tiempos.  Un buen trabajo en el hospital. Un coche grande. Una casa enorme. Una esposa guapa y divertida que lo quería casi tanto como él a ella, o puede que incluso un poco más. Y una hija tan encantadora como preciosa.
Incluso tenía un enemigo,  algo que todos necesitan de vez en cuando, para no aburrirse: un veterano facultativo del hospital al que el primer día no le cayó bien del todo y que le hizo pasar las noches de su primer año como interno en urgencias. Bendito fuera… de no haber sido por él, jamás podría haberle salvado la vida a la hermosa chica con la que no mucho después crearía, de la nada y por medio del amor, la risa, la mirada y las rubias coletas más bonitas de este mundo. Y aunque la casualidad quiso que precisamente fuese  precisamente aquél doctor el que atendió a su mujer durante el parto, el haberle “robado” la posibilidad de quedar como un héroe salvándola años atrás, hacía que siguiera resentido con él.
Tenía también un deseo, un deseo que jamás debería haber expresado en voz alta, y que si hizo mal en apenas desearlo, y peor aún en pronunciarlo, en ningún caso debió permitir que su princesita le oyese: quería tener un hijo. Un hijo varón. Desde luego, no parecía tan terrible. Pero el gran corazón de aquella chiquitaja de ojos alegres era tan generoso como débil. Y rompió a llorar cuando oyó aquellas cruelísimas palabras de la boca de un padre que de un momento a otro parecía haber dejado de quererlas y que probablemente la cambiaría por un chico en cuanto tuviese oportunidad. Por un chico. Ni siquiera por un gatito, sino por uno de aquellos desagradables seres similares a su insoportable primo mayor, o a los que iban con ella a clase.
Aunque en un gran esfuerzo por estar guapa para que no la cambiasen dejó de llorar, sus expresivos ojos mostraron una profunda tristeza, a pesar de los besos y abrazos de sus padres, y de las palabras de consuelo y cariño, hasta que se montaron en el coche para ir a ver a su abuela. Y es que, pese a sus recién cumplidos seis añitos, su padre le dejó sentarse delante. Sabía que esto la animaría, y así fue. La bufanda cubría una divertida sonrisa de complicidad, pero ésta podía adivinarse en los ojos de la pequeña. En sus brillantes y alegres ojos azules de belleza sólo comparables a los de su madre.
Por supuesto, él conduciría. Si dejaban a la hija delante, uno de los padres debía ir detrás, y evidentemente, no iba a ser él.  Era el padre de familia, quería como nadie y como a nadie a sus dos princesas, pero  no pensaba sentarse, como mínimo, de copiloto. Jamás se arrepintió  tanto de aquel estúpido orgullo, cuya motivación parecía estar en las discusiones de su infancia con sus hermanos mayores para elegir asiento y cuya consecuencia inmediata fue dejar que el amor de su vida esperase junto al coche a que lo sacara del garaje para cerrar manualmente la puerta, puesto que cierta personita había perdido el mando a distancia mientras jugaba utilizándolo como teléfono móvil. La segunda cosa de la que más se arrepentía era de no haberla besado justo antes de subirse al coche. Y antes de salir de casa. Antes de levantarse del sillón, y también mientras estaban sentados. Mientras cambiaba de ropa hacía menos de media  hora,  cuando había salido de la ducha cubriéndose con una toalla porque había olvidado la ropa interior en la habitación, y también cuando había estado ayudando a su pequeña a ducharse mientras insistía en la importancia de prepararlo todo antes de empezar, y en todas esas ocasiones que tuvo y no aprovechó.
Cerró la puerta y arrancó, al mismo tiempo que le devolvía la sonrisa, e introducía el CD favorito de su chiquitaja. Quitó con cuidado el freno de mano, embragó a fondo y metió la primera marcha casi acariciando la palanca mientras pisaba suavemente el acelerador. No sabría explicar por qué, pero cuando hacía algo delante de su hija, siempre lo hacía con mucho cuidado, cuidando cada detalle. Quería que fuese perfecta. Como sus ojos. No podía apartar la mirada de sus ellos. Y no lo hizo hasta que los golpes de la chica a la que quería en el techo del vehículo le hicieron mirar atrás. Y entonces lo sintió: el golpe en la nuca que a partir de entonces reviviría cada noche en sus pesadillas, precedido apenas unos instantes antes por el claxon de un camión.
Esta vez…fue bastante real…le había dolido de verdad…pero siguió recordando. Recordaba sus pensamientos en la fracción de segundo que tardó en volver a abrir los ojos: había vuelto a hacerlo. Esta chica… no tenía remedio. Le gritaba cuidado, miraba hacia ella, y se tropezaba por el otro lado. Siempre igual, pero ahora, con el coche. Era su forma de ser… Pero en aquella vez, fue bastante distinto, pues al abrir los ojos,  no la vio, desde el suelo, riéndose de él, sino que vio el pequeño cuerpo de su hija retorcerse entre los enroscados hierros que un instante antes formaban parte del coche. Casi sintió ira cuando miró hacia atrás para ver a la causante de su descuido, del accidente, de la tragedia. Pero  cuando se volvió hacia atrás no la vio, el coche se había girado mucho y ahora ella estaba al otro lado. Aplastada entre la destrozada carrocería y un nuevo desconchón de la pared. Pudo observar el instante en que sus fuerzas se agotaron y dejó caer su cabeza sobre el pecho, ocultando con el pelo enrojecido su rostro de sorpresa y pavor. Entonces volvió a girarse hasta la niña pequeña que estaba a su lado y que se había convertido en su todo.  Tardó unos instantes en poder verla, el sol matinal que, por el giro que había dado el coche, estaba tras ella le deslumbraba. Aquel brillo solía convertirse en la luz que le despertaba cada mañana tras el dolor de cabeza. Un dolor que hoy era más intenso y real que nunca desde el día que todo esto sucedió…
 Pero finalmente volvió a verla entre aquel amasijo metálico, esta vez con bastante más claridad que antes. Hacía un esfuerzo sobrehumano por seguir respirando. La barriguita que media hora antes había acariciado para hacerle reír, era ahora una sanguinolenta masa de vísceras que temblaba y en la que se mezclaban los órganos que hacían funcionar aquel cuerpecito perfecto con  los harapos en los que se había convertido su ropa. Sus ojos de alegre y vivaz pero bondadosa mirada se había tornado en vidriosas pupilas apenas tintineantes. La boca que tantas veces vio sonreír estaba ahora abierta en un gesto no de dolor, ni siquiera de miedo, sino de sorpresa. De incredulidad, tal vez. Incluso de impaciencia ante lo desconocido, esperando el  desenlace de aquella situación. Y de ella salía un fino hilo de sangre similar al que tantas veces creaba con saliva al quedarse dormida en el sofá, entre sus padres.

Más relatos.                                                                           


jueves, 7 de marzo de 2013

El licántropo


Una noche más, salió en busca de incautas presas. Seguía sin acostumbrarse a aquel suelo pavimentado tan frío y duro, pero no podía volver a los campos: demasiados campesinos sedientos de venganza peinaban cada noche las tinieblas de los bosques buscando un culpable de su ruina…y sus difuntos. Al principio intentaba controlar sus nuevos y sanguinarios instintos, y cuando no podía, cazaba bestias salvajes, pero ya hacía tiempo que había aprendido a superar sus remordimientos, no le importaba acabar con la vida de los que antes eran sus conocidos e incluso amigos. Los humanos, ese asqueroso colectivo al que antes pertenecía, resultaban ser unas presas extraordinariamente sencillas de abatir.
 Las desapariciones despertaron una profunda sensación de miedo entre los aldeanos, pero de haber seguido así, la situación tal vez no habría llegado a tales extremos, pues no desató la ira de los lugareños hasta que empezó a atacar sus ganados. La carne de las domesticadas reses resultaba más sabrosa que la de las alimañas del bosque, y era incluso más fácil de conseguir que la humana, pero no tuvo en cuenta aquella cita que memorizó en sus aparentemente lejanos años de escolar, “El hombre olvida antes la muerte del propio padre que la pérdida del patrimonio”.
Y fue justo lo que pasó,  asesinó a docenas de campesinos durante lunas, y éstos no hicieron más que volver a casa con las últimas luces del ocaso y atrancar la puerta antes de dormir; pero en cuanto faltaron unas cuantas vacas y ovejas se plantearon reducir a cenizas la frondosa floresta que rodeaba la aldea, algo que no podía permitir. Ya no se consideraba, por suerte, perteneciente a repulsiva humanidad, ahora era parte de “la Naturaleza”, una bestia más, que luchaba por sobrevivir, no por someter, mataba por necesidad, no placer...aunque en su vida de antes no pudo ni imaginar un goce semejante al que experimentaba al sentir gorgotear en su boca la sangre emanante de la garganta de su víctima, llevándose, arrebatándole, “bebiéndose” su vida. Era un fluido cálido y pegajoso, repugnante cuando se paraba a analizarlo en los escasos momentos de lucidez que le permitía el estado de trance en el que salía a cazar, pero que disfrutaba con un deleite indescriptible mientras lo saboreaba.
Pero de ninguna manera podía consentir que por su culpa fuera destruido el bosque en el que habitaban las bestias que ahora consideraba  de su familia más que los hermanos con los que se crio. Aunque se alimentase de ellas. Volvió a intentar curarse, a reprimir su sed de sangre, pero no logró resistir así mucho tiempo. Volvió a verse forzado  a matar en el bosque. Tampoco consiguió mantenerse así demasiado, así que, resignado, retomó su hábito nutrirse a base de hombres, aunque totalmente decidido a no tocar ni una gallina del pueblo. Pero los habitantes no estaban dispuestos a consentirlo, y sembraron los límites de la aldea, los campos de cultivo e incluso los caminos de trampas, dispuestos a acabar con él de una vez por todas.
De modo que no fue por propia voluntad, le obligaron a alimentarse de humanos, pero no en aquellos hermosos parajes, sino en otro más desapacible, un lugar de fría piedra en el que no podía encontrar el cobijo de los árboles, ni el amparo de la oscuridad de la noche, que allí era mancillada con desagradables luces artificiales brillando en cada rincón, y que no cesaban hasta el amanecer. Sin embargo, aquel lugar estaba plagado de seres inofensivos y bastante inútiles, era bastante similar a los corrales de la aldea por lo que no le resultaba del todo desagradable, a efectos prácticos, era perfecto: si bien de día había abundantes presas donde escoger, de noche aquellos repulsivos seres con los que cada vez se identificaba menos, escaseaban bastante más, pero iban en solitario por las desiertas calles.
De día podía pasar desapercibido entre la multitud, a pesar de que su aspecto físico variaba lenta pero inevitablemente, difiriendo cada vez más del humano aspecto que tenía antes. Pero no más de lo que se diferencia una espina de una brizna seca de trigo: era una aguja en un pajar, en uno enorme. Además, si era necesario, conocía ciertos sectores de la ciudad en los que, entre mendigos y vagabundos, podría pasar desapercibido incluso cuando los viejos harapos con los que se cubría iban cubiertos de sangre fresca. Ya sólo le faltaba escoger, entre tantos, un espécimen sano junto con el que perpetuar su especie. Pero no esta noche. Tenía hambre. Mucha.


sábado, 16 de febrero de 2013

Me muero

No sé si estaré muriendo.
Francamente, creo que no.
Mas lo diré por si acaso:
Tú siempre fuiste mi amor.


martes, 12 de febrero de 2013

Corre que te pilla.


El gélido viento cortaba la piel de su rostro, a pesar de la humedad, penetraba en sus ojos secándolos hasta impedirle llorar. Era una de esas invernales noches tenebrosas en las que, a pesar  el fuerte viento que corría en dirección contraria a su alocada carrera por un bosque mucho más oscuro de lo que lo recordaba, había una densa niebla que no le permitía ver qué tenía dos pasos más adelante. Llevaba las piernas arañadas de las zarzas del camino, si es que podía llamarse así a la estrecha y vieja senda que seguí, las plantas de los pies le dolían más de lo que jamás podría haber imaginado, y sentía su corazón a punto de estallar, sin embargo, no podía permitirse descansar si quería seguir con vida al amanecer.
Por fin, alcanzó lo que parecía la cima de… algo; al menos durante un rato no tendría que seguir cuesta arriba, pero en su nueva posición, el viento que silbaba entre los árboles haciéndolos oscilar, era más intenso aun. El frío de la noche helaba la superficie de su piel, agarrotaba los dedos de sus manos, pero en el interior de sus miembros, los músculos ardían en un esfuerzo sobrehumano que sólo el terror a una espantosa y próxima muerte puede provocar. El frígido aire, que entrecortadamente penetraba en sus pulmones, se clavaba en el ardiente interior de su pecho en una sensación nada agradable que le hacía intentar aguantar la respiración a cada paso que daba; pero su agitado corazón no dejaba de exigirle oxígeno que bombear a sus exhaustos miembros.
Apoyó una de sus ateridas manos en el tronco de un árbol para recobrar algo de aliento. Le dolía respirar. No había sido buena idea parar. Sus piernas se entumecían por momentos, era cuestión de tiempo, poco tiempo, que dejaran de responderle. Y entonces, justo entonces, pudo oírlo, nítidamente a pesar del viento: un cercano aullido de lobo que le hizo dilatar sus pupilas más aún, y echarse de nuevo a correr, esta vez colina abajo. De pronto, el ulular de un pequeño búho, cuyos ojos resplandecían de forma siniestra en la casi total oscuridad, le hizo dudar de lo que acaba de escuchar, y se río para sí mientras intentaba esbozar una sonrisa con los labios paralizados y amoratados del frío el miedo.
Un crujido en la rodilla, un espasmo en el pecho, un golpe en la cabeza, una creciente mancha roja en su pelo que relucía a la escasa luz de la Luna, un cuerpo que, ya inerte y ante los atónitos ojos verdes del persecutor que ya se limita a observar, rueda entre rocas hasta, finalmente, detenerse contra el tocón de un viejo roble. 

LA MÍO NO ES PONER TÍTULOS...SI ALGUIEN COMENTA, QUE DIGA SI SE IMAGINA CHICO O CHICA AL PROTAGONISTA.

viernes, 4 de enero de 2013

Trincheras.


No era la primera vez que saltaba a una trinchera para salvar la vida al oír disparos, ni sería la última, si Dios quería, pero hacía bastante tiempo de la anterior, hacía meses que no se sentía tan vivo al escuchar disparos, abalanzarse tras cualquier cosa que pudiera servir de cobertura, y un par de segundos más tarde, ver las balas de mosquete volar sobre su cabeza. Se odiaba a sí mismo, se sentía cínico y despreciable al alegrarse de ver caer a sus compatriotas mientras él seguía vivo…no podía evitarlo, sólo autoimponerse la penitencia de jugarse la vida intentando ser SIEMPRE el primero en volverse a levantar y asomarse a disparar.
 Pero cuando mataba a un “malo”… ese momento sí que lo disfrutaba, se enorgullecía de su propia puntería, de su pulso firme…pero sobre todo, de su sangre fría. Claro, que luego el arrepentimiento era aun mayor: se sentía culpable de no sentirse culpable por arrebatar una vida humana (al pensar en esto besó su crucifijo, lo llevaba desde niño al cuello, pues era toda la herencia que había recibido de su abuelo, a pesar de ser su único nieto con vida) a un completo desconocido que, aunque nunca se podía estar seguro de ello, a él personalmente no le había hecho nada…aunque a los suyos sí. Y a pesar de que la vida de éstos le importaba poco más que la de los piojos que cada noche le impedían dormir a gusto, a veces trataba de autojustificarse intentando hacerse creer a sí mismo que actuaba de ese modo por vengarles.
Escupió la punta de papel del cartucho mientras y volvió a besar su crucecita apoyada en el hombro mientras con ambas manos y en un movimiento tan rápido como mecánico, que ya realizaba sin mirar, introducía la bala por el cañón de su viejo arcabuz y soplaba la mecha para avivarla. Llevaba más de año y medio en retaguardia, ensillando caballos a oficiales con mejor estrella que él, expoliando y arrasando las últimas propiedades de los campesinos de aquellas extrañas tierras que aún se negaban a abandonar sus hogares, o haciendo tranquilas guardias nocturnas en los pobres almacenes donde guardaban las escasas provisiones que algún lejano rey (ya ni sabía quién era)de su lejana patria se dignaba a enviar a los hombres que le mantenían en el poder. Era su “permiso” más largo desde que, arruinado, abandonó su pueblo para buscar una nueva oportunidad en el glorioso ejército que anunciaban las oficinas de reclutamiento.
Volvió a besar la cruz, en el mismo gesto con el que soplaba de nuevo la mecha de su arma. Era su particular ritual que realizaba antes de disparar desde…desde siempre. De crío soplaba a las piedras del tirachinas para que le dieran suerte. Hecho esto, se levantó, apuntó… Y diana. Como siempre. Los gritos de dolor le aseguraron que el desgraciado estaría incapacitado para volver a matar, pero vivo. No había segado otra vida, pero seguro que sí había salvado alguna de las de los suyos.
Estos pensamientos eran lo único que le mantenían con vida y le permitían seguir adelante, pensó acariciando con un dedo el colgante de su prometida, fallecida ésta prematuramente, y desliando su cordón de la cadena del crucifijo. Era precioso…con calaveras, pero precioso. “Ahora eres novio de la muerte, ¿no?” dijo cuando se lo regaló. Lo estaba dejando. Le quería…pero lo dejó. Ella sólo intentaba persuadirle de la idea de ir a la guerra, pero el muy idiota creyó que era porque había perdido sus propiedades y ya no podría darle la vida que le había prometido, y esa misma tarde se alistó. Claro, que todo eso no lo supo hasta que un año más tarde tuvo noticias de su muerte.
Por los insultos en otra lengua que salían de su trinchera supuso también era alguien importante, o tal vez querido entre sus compañeros. Y por la ráfaga de proyectiles que se clavaban, o rebotaban en los tablones contra los que estaba apoyado. Pero no era suficiente para hacerle salir de sus pensamientos y sus recuerdos. Hasta que de pronto, oyó  a alguien acercarse corriendo; eran varios. Sacó la espada, la corta, no esa enormidad  que usaba en caballería, y se puso en pie. Entonces, una de las balas que se estrellaban contra la trinchera no hizo tal y le dio de lleno en la nuca, logrando sacar en un instante, esta vez sí, todo lo que un día llegó a pensar, amar e incluso desear. Llegaron corriendo sus compañeros de la trinchera próxima, maldiciendo unos y riendo otros: la ciudad se había rendido hacía un par  horas. Éste sería el último soldado caído, y los rebeldes de enfrente que ahora levantaban una improvisada bandera blanca, sería juzgados esa misma noche y ahorcados al amanecer. 


Más historias.


martes, 13 de noviembre de 2012

Qué bien rima "a ti" con "por ti" -.-

Eligiendo cómo vivir,
quise hacerlo junto a ti,
si se eligiera el morir,
querría hacerlo por ti.

jueves, 4 de octubre de 2012

Hace como....¿7 años?

Pueden los años pasar,
puede acercarse mi muerte,
que hasta que ésta no llegue,
no te podré olvidar.

Hace ya media vida,
que me crucé tu mirada,
y aún la llevo aquí clavada,
al corazón adherida.

Te añoro, te echo de menos,
y a tus ojitos azules
cada vez que no hay nubes
y que se ve claro el cielo.

1. Sé lo cutre que es el final, pero es difícil rimar con "azules".
2. El aburrimiento hace que anoche a las cinco dedicara poemas a mi primer amor(que por cierto, no se materializó jamás)...

Más ñoñerías.


jueves, 5 de julio de 2012

Otro poemita....


Si esta noche de penumbra
un ángel se apareciese
para enseñarme, mi tumba
y en qué consiste la muerte,

si fuera el fin de la vida,
como dice la leyenda,
recordar aquellos días
que merecieron la pena,

no vacilaría un segundo,
lo aceptaría sin dudar:
abandonaría este mundo,
por poder verte una vez más.
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