Aún estaba absorto cuando apareció en la puerta, irrumpiendo
en sus pensamientos –y en la cocina- saltando como una chiquilla. Iba descalza
y apenas parecía haber peinado sus dorados cabellos que agitaba alegremente
haciéndolos refulgir con los rayos de sol que entraban de forma casi horizontal
por la otra ventana. Lucía, únicamente, un hermoso vestido de gasa que con
motivos florales en tonos apagados. Era corto. Muy muy corto, y a través de su
delgada tela, se apreciaba cada detalle de su cuerpo, únicamente disimulados
por las diminutas florecillas en él representadas, y por su forma holgada.
Se sentía devorada por los ojos de él. Podía ver en su
mirada hasta el último de sus deseos. Algunos muy románticos y apasionados, y
otros más bien cariñosos. Unos perfectamente razonables, y otros tremendamente
depravados. Pero a través del par de metros que les separaban, podía sentir en
su piel las más mínimas de sus caricias. Mucho más que hacía un rato, cuando
estaba desnuda.
Fue, entonces, a acercarse a él, realizando con impecable
gracia giros de bailarina que hacían levantarse los volantes de su vestido.
Pero antes de que poder preguntarle lo bien que le quedaba, derribó un vaso de
zumo que cayó al suelo, quebrándose al instante. Por fin, salió de la
profundidad de sus pensamientos, y se acercó a ella diciendo:
-¿Y ahora a quién le tocará recoger esto? ¿Al criminólogo,
al forense, o al de balística?
Ella no dijo nada, y dándole la espalda, se agachó a
limpiarlo, dejando a su escaso atuendo mostrar lo realmente escaso que era: no
llevaba nada bajo el vestido. Le cogió los hombros, besó su coronilla, y bajó
lentamente las manos hacia su escote. O lo intentó.
-Déjame, guarro –le dijo fríamente-. ¿Las has preparado ya?
-¿Las tostadas? Por supuesto, están…
Pero la fulminante mirada de la no sólo le advirtió que no
estaba para bromas, sino que le recordó el motivo: su obsesión casi enfermiza por
la limpieza.
-Pues claro –dijo él, sacando sendos revólveres de los
bolsillos traseros de su pantalón, que ella miró con desdén. Y dejándolos en la
mesa junto a dos dagas relucientes como que les acababa de sacar brillo,
añadió-. Deja que te ayude…
Después, se sentaron a la mesa de la cocina, un frente a
otro y con las armas en medio, revueltas
con las magdalenas. El desayuno transcurría con una aburrida e inesperada
normalidad, sólo interrumpida por miradas furtivas y traviesas, que como dos
desconocidos que se gustaban al verse por primera vez en unas circunstancias
que le impedían demostrarlo. O, más bien, como dos tímidos adolescentes en su
primera cita, que no sabían qué debían hacer ni hasta dónde llegar, pensó
cuando sintió el pie de la chica sobre su rodilla.
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