jueves, 24 de abril de 2014

Capítulo 3.

Aún estaba absorto cuando apareció en la puerta, irrumpiendo en sus pensamientos –y en la cocina- saltando como una chiquilla. Iba descalza y apenas parecía haber peinado sus dorados cabellos que agitaba alegremente haciéndolos refulgir con los rayos de sol que entraban de forma casi horizontal por la otra ventana. Lucía, únicamente, un hermoso vestido de gasa que con motivos florales en tonos apagados. Era corto. Muy muy corto, y a través de su delgada tela, se apreciaba cada detalle de su cuerpo, únicamente disimulados por las diminutas florecillas en él representadas, y por su forma holgada.
Se sentía devorada por los ojos de él. Podía ver en su mirada hasta el último de sus deseos. Algunos muy románticos y apasionados, y otros más bien cariñosos. Unos perfectamente razonables, y otros tremendamente depravados. Pero a través del par de metros que les separaban, podía sentir en su piel las más mínimas de sus caricias. Mucho más que hacía un rato, cuando estaba desnuda.
Fue, entonces, a acercarse a él, realizando con impecable gracia giros de bailarina que hacían levantarse los volantes de su vestido. Pero antes de que poder preguntarle lo bien que le quedaba, derribó un vaso de zumo que cayó al suelo, quebrándose al instante. Por fin, salió de la profundidad de sus pensamientos, y se acercó a ella diciendo:
-¿Y ahora a quién le tocará recoger esto? ¿Al criminólogo, al forense, o al de balística?
Ella no dijo nada, y dándole la espalda, se agachó a limpiarlo, dejando a su escaso atuendo mostrar lo realmente escaso que era: no llevaba nada bajo el vestido. Le cogió los hombros, besó su coronilla, y bajó lentamente las manos hacia su escote. O lo intentó.
-Déjame, guarro –le dijo fríamente-. ¿Las has preparado ya?
-¿Las tostadas? Por supuesto, están…
Pero la fulminante mirada de la no sólo le advirtió que no estaba para bromas, sino que le recordó el motivo: su obsesión casi enfermiza por la limpieza.
-Pues claro –dijo él, sacando sendos revólveres de los bolsillos traseros de su pantalón, que ella miró con desdén. Y dejándolos en la mesa junto a dos dagas relucientes como que les acababa de sacar brillo, añadió-. Deja que te ayude…

Después, se sentaron a la mesa de la cocina, un frente a otro  y con las armas en medio, revueltas con las magdalenas. El desayuno transcurría con una aburrida e inesperada normalidad, sólo interrumpida por miradas furtivas y traviesas, que como dos desconocidos que se gustaban al verse por primera vez en unas circunstancias que le impedían demostrarlo. O, más bien, como dos tímidos adolescentes en su primera cita, que no sabían qué debían hacer ni hasta dónde llegar, pensó cuando sintió el pie de la chica sobre su rodilla.


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