No hicieron el amor. Se quedaron abrazados, enredados en las
sábanas manchadas de sangre, hasta perder la noción del tiempo. Estaban casi en
trance. Acababan de asumir que iban a morir Y a apenas les importaba. Estaban
preparados. Pero se encontraban cómodos en esa posición. Si hubiesen estado
haciendo…algo, no les habría importado dejarlo, o esperar a acabarlo para saltar
por la ventana, o quitarse la vida de cualquier otra forma. Ni siquiera habían
decidido aún cómo hacerlo, ni siquiera pensaban en ello. Se limitaban a no
hacer nada, no pensando en nada, únicamente disfrutando cada uno del tacto del
otro, deleitándose con el roce de sus pieles. Era demasiado agradable para
dejarlo. Cualquier mínimo cambio, cualquier cosa que sucediese, les habría
hecho volver en sí, pero nada ocurría. Seguían en un estado de duermevela en el
que él le acariciaba el pelo y ella el pecho, sobre el que se recostaba.
Hasta que finalmente le sonó la tripa. Se preguntaba si le
habría oído, pero notó cómo su pecho vibraba en una ligera risa, lo que se lo
confirmó. Sintió una leve vergüenza, que aumentó al sentir en sus mejillas el
calor que le indicaban que se estaba ruborizando, y volviendo el rostro hacia
la ventana murmuró, como excusándose, que no habían comido nada desde el
desayuno. Ya era por la tarde, según pudo comprobar mirando el color de un
cielo cada vez más anaranjado. Los días de invierno son tan efímeros como la
misma vida, se dijo. Habían acordado hacerlo por la mañana, y aunque no le
gustaba especialmente aquella luz vespertina, pensó que podrían esperar un par
de horas más para dejar este mundo con la puesta de sol.
Un par de horas… Tal vez quedase menos. Alargó la mano hasta
la mesita buscando un reloj, cuando se quemó con una colilla mal apagada. Ni
siquiera recordaba qué habían fumado para aliviar el dolor de las heridas de su
amante… Pero esperaba que cuando llegase el momento se hubieran pasado los
efectos. Evidentemente, no quería una muerte lenta y agónica, ni especialmente
dolorosa, pero tampoco instantánea ni indolora. Quería…saborear el momento. Eso
le hizo recordar que se acababa el tiempo para decidir el método. Abrió el
cajón.
-Mira lo que he encontrado –dijo mostrando dos navajas de
afeitar, damasquinadas en plata hasta lo excesivo- No me apetece moverme de
aquí… Se está tan a gustito… Y las sábanas ya están manchadas de sangre…
Hablaba muy flojito, lenta y seductoramente. Empezó a
acariciarle el pecho, con suavidad. Primero con un dedo, y después con una de
las afiladas hojas. Y a pesar de que lo hizo con suma delicadeza, no logró
evitar provocarle un diminuto cortecito, muy superficial, pero que se apresuró
a besar.
-Me encanta cuando me cuidas, dijo él, despegando por fin
los labios, volviéndolos a unir para besarla brevemente. Y volvió acariciarle
el pelo. Le encantaba su pelo, pensó mientras ella le hacía pequeños cortes,
ligeramente más profundos. Cada vez más profundos.
Y a besarlos. Y a lamer su sangre. Y a besarle con los labios mojados en su
propia sangre. Tomó la otra navaja, idéntica, y abriéndola y colocándola entre
sus pechos, le preguntó si quería probar. Pero su única respuesta fue besar
–que no lamer- la herida, pequeña pero abundantemente sangrante, que acababa de
hacerse, sin querer, justo al lado del pezón derecho. Realmente eran peligrosas
y afiladas…
Capítulo siguiente.
Índice.
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