jueves, 7 de marzo de 2013

El licántropo


Una noche más, salió en busca de incautas presas. Seguía sin acostumbrarse a aquel suelo pavimentado tan frío y duro, pero no podía volver a los campos: demasiados campesinos sedientos de venganza peinaban cada noche las tinieblas de los bosques buscando un culpable de su ruina…y sus difuntos. Al principio intentaba controlar sus nuevos y sanguinarios instintos, y cuando no podía, cazaba bestias salvajes, pero ya hacía tiempo que había aprendido a superar sus remordimientos, no le importaba acabar con la vida de los que antes eran sus conocidos e incluso amigos. Los humanos, ese asqueroso colectivo al que antes pertenecía, resultaban ser unas presas extraordinariamente sencillas de abatir.
 Las desapariciones despertaron una profunda sensación de miedo entre los aldeanos, pero de haber seguido así, la situación tal vez no habría llegado a tales extremos, pues no desató la ira de los lugareños hasta que empezó a atacar sus ganados. La carne de las domesticadas reses resultaba más sabrosa que la de las alimañas del bosque, y era incluso más fácil de conseguir que la humana, pero no tuvo en cuenta aquella cita que memorizó en sus aparentemente lejanos años de escolar, “El hombre olvida antes la muerte del propio padre que la pérdida del patrimonio”.
Y fue justo lo que pasó,  asesinó a docenas de campesinos durante lunas, y éstos no hicieron más que volver a casa con las últimas luces del ocaso y atrancar la puerta antes de dormir; pero en cuanto faltaron unas cuantas vacas y ovejas se plantearon reducir a cenizas la frondosa floresta que rodeaba la aldea, algo que no podía permitir. Ya no se consideraba, por suerte, perteneciente a repulsiva humanidad, ahora era parte de “la Naturaleza”, una bestia más, que luchaba por sobrevivir, no por someter, mataba por necesidad, no placer...aunque en su vida de antes no pudo ni imaginar un goce semejante al que experimentaba al sentir gorgotear en su boca la sangre emanante de la garganta de su víctima, llevándose, arrebatándole, “bebiéndose” su vida. Era un fluido cálido y pegajoso, repugnante cuando se paraba a analizarlo en los escasos momentos de lucidez que le permitía el estado de trance en el que salía a cazar, pero que disfrutaba con un deleite indescriptible mientras lo saboreaba.
Pero de ninguna manera podía consentir que por su culpa fuera destruido el bosque en el que habitaban las bestias que ahora consideraba  de su familia más que los hermanos con los que se crio. Aunque se alimentase de ellas. Volvió a intentar curarse, a reprimir su sed de sangre, pero no logró resistir así mucho tiempo. Volvió a verse forzado  a matar en el bosque. Tampoco consiguió mantenerse así demasiado, así que, resignado, retomó su hábito nutrirse a base de hombres, aunque totalmente decidido a no tocar ni una gallina del pueblo. Pero los habitantes no estaban dispuestos a consentirlo, y sembraron los límites de la aldea, los campos de cultivo e incluso los caminos de trampas, dispuestos a acabar con él de una vez por todas.
De modo que no fue por propia voluntad, le obligaron a alimentarse de humanos, pero no en aquellos hermosos parajes, sino en otro más desapacible, un lugar de fría piedra en el que no podía encontrar el cobijo de los árboles, ni el amparo de la oscuridad de la noche, que allí era mancillada con desagradables luces artificiales brillando en cada rincón, y que no cesaban hasta el amanecer. Sin embargo, aquel lugar estaba plagado de seres inofensivos y bastante inútiles, era bastante similar a los corrales de la aldea por lo que no le resultaba del todo desagradable, a efectos prácticos, era perfecto: si bien de día había abundantes presas donde escoger, de noche aquellos repulsivos seres con los que cada vez se identificaba menos, escaseaban bastante más, pero iban en solitario por las desiertas calles.
De día podía pasar desapercibido entre la multitud, a pesar de que su aspecto físico variaba lenta pero inevitablemente, difiriendo cada vez más del humano aspecto que tenía antes. Pero no más de lo que se diferencia una espina de una brizna seca de trigo: era una aguja en un pajar, en uno enorme. Además, si era necesario, conocía ciertos sectores de la ciudad en los que, entre mendigos y vagabundos, podría pasar desapercibido incluso cuando los viejos harapos con los que se cubría iban cubiertos de sangre fresca. Ya sólo le faltaba escoger, entre tantos, un espécimen sano junto con el que perpetuar su especie. Pero no esta noche. Tenía hambre. Mucha.


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