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martes, 9 de abril de 2013

Padre de familia, parte 2ª.

Aunque a menudo recreaba en su mente aquellos momentos, aún no sabía pasado inmóvil observando los inertes ojos abiertos de su hija y los turbios cabellos de su esposa mecidos por el gélido viento, pero fue el suficiente para dar tiempo a que llegara la policía, e instantes después, una ambulancia. Según supo más tarde, el accidente fue culpa del camión. O más bien, de su conductor, un cocainómano sin ni siquiera carnet de conducir que lo acababa de robar. Sabía conducir un coche (y robar) un coche desde que tenía quince años, pero no un camión. No por asfalto cubierto de hielo. Y sobre todo, no con los reflejos distorsionados por los estupefacientes ni  con un conductor que, distraído por su bella esposa, parando su coche junto a él. Al parecer, una semana después, antes del juicio, se ahorcó. Pero no le guardaba rencor. Y menos  después de que se suicidase. La culpa no era de nadie, son cosas que pasan… Pero él era culpable. No del accidente, desde luego. Pero sí de haber culpado a su mujer de él. Apenas fue una fracción de segundo, desde que notó que había tenido un accidente hasta que abrió los ojos y vio las consecuencias de éste. Incluso cuando vio a su hija agonizante la culpó, pero en menos de lo que se tarda en parpadear, comprendió que era demasiada culpa para una persona que le quería cuyo único fallo fue tratar de avisarles de lo que podía pasar. Entonces es cuando se arrepintió. La vio caer muerta. Y lo último que había pensado sobre ella mientras estaba en vida…fue que era la causante de la muerte de la hija de ambos.
Cuando te sientes culpable de una tragedia así, incluso si lo eres, todos, hasta tú mismo, te ayudan a superarlo, diciendo cosas como que no es culpa de nadie, que tenía que pasar, que no pudo evitarse y otras banalidades. Pero ¿cómo se superaba el culpar a alguien inocente, a alguien que ya se ha ido, a alguien que en vida fue la persona que más quisiste hasta que te dio otra personita con la que compartir ese puesto? ¿Cómo iba a perdonarse no haberse despedido de las dos personas a las que más quiso jamás? ¿Cómo iba siquiera a sentirse humano después de haber cogido el coche sin preocuparse de nada, permitiendo que una niña pequeña fuese en la parte delantera del vehículo y que su mujer se jugara la vida cerrando la puerta? Estaba claro que no había forma alguna.
Por suerte, el seguro le indemnizó tan generosamente que no tendría que volver a trabajar en años si seguía llevando la vida que hasta entonces había tenido. Pero ya no tenía vida. Apenas comía. No tenía a quién regalar juguetes por las buenas notas, ni a quién sorprender con una cena romántica. No tenía, por supuesto, motivos para comprarse nada, se odiaba. Tampoco gastaría combustible con un coche que, no sabía por qué, reparó, pues no tenía un trabajo al que ir, una hija a la que llevar a clase, una familia con la que ir al campo los domingos, ni jamás tendría una hija a la que enseñar a conducir con el coche viejo, así que lo vendió. Y lo mismo hizo con la casa… ¿Para qué dos pisos estando él sólo? ¿Para qué un castillo sin sus dos princesas? Decidió coger todo el dinero que consiguió y mudarse a la modesta pensión frente al hospital, en la que tuvo su primera “cita” con su ya difunto amor. Con suerte, alguien le metería un tiro mientras dormía para llevarse el dinero, y si le detenían, en su testamento había dejado bien claro que la mitad del dinero sería para el asesino, en agradecimiento por aliviarle sufrimiento y en compensación por la probable pena de cárcel, y la otra mitad para unos suegros a los que no se atrevía mirar a la cara.
Así vivó unas semanas. Se despertaba aterrado en mitad de la noche varias veces, reviviendo aquel momento, deseando no morir ante aquel camión que al verlo aceleraba en lugar de frenar, no quería dejar una huérfana y una viuda tan jóvenes y guapas. Pero entonces despertaba, veía que  eran ellas las que le habían dejado solo, y por muy egoísta que sonara, deseaba haberse ido él. O haberse despedido de ellas como merecían…o al menos, sin reprocharles nada. Por el día, bajaba una o dos veces como máximo al restaurante que había justo bajo su habitación. Cuando tenía una vida, había estado muchas veces, durante un tiempo iba casi a diario. Era donde comían los trabajadores del hospital a los que no les gustaba la comida que se servía en los comedores de éste. Los internos considerados por sí mismos “rebeldes”, y sobre todo el personal no sanitario. Entonces los veía. Era el único contacto con la sociedad que tenía. Pero sabía que jamás nadie le llegaría a importar una milésima parte de lo que le importó su familia, y si se odiaba a sí mismo, también a los demás.
Evidentemente, no hablaba con nadie. Pero se sentía observado. Eran miradas de compasión que se apiadaban de él, pero también, a veces, de envidia. Había quien nunca supo lo que es tener una familia, pero tampoco lo que es tener dinero, y él tenía lo segundo. Poco a poco, empezó a pasar más tiempo allí, pero no comiendo, ni por supuesto hablando con sus antiguos compañeros, que ya empezaban a recriminárselo, sino bebiendo frente a una máquina tragaperras. Las miradas de envidia desaparecieron por completo, las de piedad comenzaron a convertirse en desaprobadoras miradas de recriminación. De desprecio. Casi de odio. Su aspecto era lamentable, el de un vagabundo. Y en esto es en lo que se convirtió cuando una noche, casi al amanecer, se encontró su habitación vacía. Claro, que no podía culpar a nadie, incluso el dueño le culpó a él de que le robaran el televisor: se había dejado la puerta abierta.
Fue de este modo como acabó viviendo en la calle, y justo un año después del accidente, en un invierno que ahora parecía mucho más frío y terrible, volvió a ver la silueta desfigurada de su hija recortada en un brillo que le despertaba. Y volvió a sentir el golpe en su nunca. Pero a diferencia de la noche anterior, y de la anterior a ésta, y de todas las noches del último año, el golpe fue mucho más fuerte. Y no se fue disipando hasta convertirse en resaca matutina, sino que fue seguido por otro aún más fuerte. Y por otro más, en el costado, con el que sintió el quebrarse de sus costillas. Abrió los ojos y tras volver a ver el cuerpo sin vida de su esposa con el pelo manchado de sangre y moviéndose por el viento, vio a 4 jóvenes dándole una paliza. Pero de pronto, uno de ellos dijo algo a los demás, y se fueron corriendo. Él volvió a dormirse. Soñó de nuevo con su familia.
Cuando despertó, se encontraba en el hospital, en urgencias, pero esta vez, en una camilla. Y frente a él, una joven médico preciosa. Últimamente no había tratado con muchas mujeres, pero ésta era realmente guapa. Le explicó que los que le había pegado no eran neonazis ni nada así, sino matones. Al parecer, alguien a quien se parecía mucho, se había ganado una paliza, y aquellos brutos se confundieron. Pero gracia a ello, los habían detenido, habían confesado, y a estas horas una gran red de criminales profesionales estaban siendo arrestados. También dijo que le consideraba un héroe.
La chica siguió hablando, pero él ya no escuchaba. Observaba cómo le daba puntos en el pecho con unas manos temblorosas. Hablaba más para tranquilizarse a ella misma que a él. Ni siquiera le había tapado con la sabanita verde. Era una novata. Una novata muy guapa. Y entonces recordó cómo conoció a su difunta amada. Aquella burda recreación mancillaba su recuerdo. Pero en ese instante, justo cuando daba el último punto, una enfermera entró llamándola, y se fue corriendo sin decir nada más. Inepta e incompetente becaria…había dejado sin vigilancia el material quirúrgico. No tardó ni dos minutos en volver a entrar con una gran (y hermosa) sonrisa. Preguntó si seguían y antes de esperar una respuesta, se acercó hacia la camilla para seguir remendando su magullada piel. Pero sí que respondió. Cogió el mayor bisturí de los que había junto a él dijo, casi gritó “No. No seguimos” al mismo tiempo que, ante los atónitos ojos de la chica, se seccionaba la yugular.


Padre de familia, parte 1ª.

Volvió a despertarse sintiendo el fuerte golpe en la nuca que le hacía recordar, revivir el momento en el que su vida cambió, y con éste, los últimos meses… Su vida. Tenía gracia. Su vida. No había cambiado, había desaparecido, por completo. La única vida que tenía era la que soñaba que temía perder  una y otra vez cada noche. Pero entonces despertaba, veía que no era real y deseaba morir de verdad. Pero eso nunca pasaba, a pesar de lo mucho que le había dolido la cabeza, el accidente no era real. Nunca lo era. Bueno… Sólo lo fue una vez. La primera. Cuando aún tenía una vida que perder….
Lo tenía todo en aquellos tiempos.  Un buen trabajo en el hospital. Un coche grande. Una casa enorme. Una esposa guapa y divertida que lo quería casi tanto como él a ella, o puede que incluso un poco más. Y una hija tan encantadora como preciosa.
Incluso tenía un enemigo,  algo que todos necesitan de vez en cuando, para no aburrirse: un veterano facultativo del hospital al que el primer día no le cayó bien del todo y que le hizo pasar las noches de su primer año como interno en urgencias. Bendito fuera… de no haber sido por él, jamás podría haberle salvado la vida a la hermosa chica con la que no mucho después crearía, de la nada y por medio del amor, la risa, la mirada y las rubias coletas más bonitas de este mundo. Y aunque la casualidad quiso que precisamente fuese  precisamente aquél doctor el que atendió a su mujer durante el parto, el haberle “robado” la posibilidad de quedar como un héroe salvándola años atrás, hacía que siguiera resentido con él.
Tenía también un deseo, un deseo que jamás debería haber expresado en voz alta, y que si hizo mal en apenas desearlo, y peor aún en pronunciarlo, en ningún caso debió permitir que su princesita le oyese: quería tener un hijo. Un hijo varón. Desde luego, no parecía tan terrible. Pero el gran corazón de aquella chiquitaja de ojos alegres era tan generoso como débil. Y rompió a llorar cuando oyó aquellas cruelísimas palabras de la boca de un padre que de un momento a otro parecía haber dejado de quererlas y que probablemente la cambiaría por un chico en cuanto tuviese oportunidad. Por un chico. Ni siquiera por un gatito, sino por uno de aquellos desagradables seres similares a su insoportable primo mayor, o a los que iban con ella a clase.
Aunque en un gran esfuerzo por estar guapa para que no la cambiasen dejó de llorar, sus expresivos ojos mostraron una profunda tristeza, a pesar de los besos y abrazos de sus padres, y de las palabras de consuelo y cariño, hasta que se montaron en el coche para ir a ver a su abuela. Y es que, pese a sus recién cumplidos seis añitos, su padre le dejó sentarse delante. Sabía que esto la animaría, y así fue. La bufanda cubría una divertida sonrisa de complicidad, pero ésta podía adivinarse en los ojos de la pequeña. En sus brillantes y alegres ojos azules de belleza sólo comparables a los de su madre.
Por supuesto, él conduciría. Si dejaban a la hija delante, uno de los padres debía ir detrás, y evidentemente, no iba a ser él.  Era el padre de familia, quería como nadie y como a nadie a sus dos princesas, pero  no pensaba sentarse, como mínimo, de copiloto. Jamás se arrepintió  tanto de aquel estúpido orgullo, cuya motivación parecía estar en las discusiones de su infancia con sus hermanos mayores para elegir asiento y cuya consecuencia inmediata fue dejar que el amor de su vida esperase junto al coche a que lo sacara del garaje para cerrar manualmente la puerta, puesto que cierta personita había perdido el mando a distancia mientras jugaba utilizándolo como teléfono móvil. La segunda cosa de la que más se arrepentía era de no haberla besado justo antes de subirse al coche. Y antes de salir de casa. Antes de levantarse del sillón, y también mientras estaban sentados. Mientras cambiaba de ropa hacía menos de media  hora,  cuando había salido de la ducha cubriéndose con una toalla porque había olvidado la ropa interior en la habitación, y también cuando había estado ayudando a su pequeña a ducharse mientras insistía en la importancia de prepararlo todo antes de empezar, y en todas esas ocasiones que tuvo y no aprovechó.
Cerró la puerta y arrancó, al mismo tiempo que le devolvía la sonrisa, e introducía el CD favorito de su chiquitaja. Quitó con cuidado el freno de mano, embragó a fondo y metió la primera marcha casi acariciando la palanca mientras pisaba suavemente el acelerador. No sabría explicar por qué, pero cuando hacía algo delante de su hija, siempre lo hacía con mucho cuidado, cuidando cada detalle. Quería que fuese perfecta. Como sus ojos. No podía apartar la mirada de sus ellos. Y no lo hizo hasta que los golpes de la chica a la que quería en el techo del vehículo le hicieron mirar atrás. Y entonces lo sintió: el golpe en la nuca que a partir de entonces reviviría cada noche en sus pesadillas, precedido apenas unos instantes antes por el claxon de un camión.
Esta vez…fue bastante real…le había dolido de verdad…pero siguió recordando. Recordaba sus pensamientos en la fracción de segundo que tardó en volver a abrir los ojos: había vuelto a hacerlo. Esta chica… no tenía remedio. Le gritaba cuidado, miraba hacia ella, y se tropezaba por el otro lado. Siempre igual, pero ahora, con el coche. Era su forma de ser… Pero en aquella vez, fue bastante distinto, pues al abrir los ojos,  no la vio, desde el suelo, riéndose de él, sino que vio el pequeño cuerpo de su hija retorcerse entre los enroscados hierros que un instante antes formaban parte del coche. Casi sintió ira cuando miró hacia atrás para ver a la causante de su descuido, del accidente, de la tragedia. Pero  cuando se volvió hacia atrás no la vio, el coche se había girado mucho y ahora ella estaba al otro lado. Aplastada entre la destrozada carrocería y un nuevo desconchón de la pared. Pudo observar el instante en que sus fuerzas se agotaron y dejó caer su cabeza sobre el pecho, ocultando con el pelo enrojecido su rostro de sorpresa y pavor. Entonces volvió a girarse hasta la niña pequeña que estaba a su lado y que se había convertido en su todo.  Tardó unos instantes en poder verla, el sol matinal que, por el giro que había dado el coche, estaba tras ella le deslumbraba. Aquel brillo solía convertirse en la luz que le despertaba cada mañana tras el dolor de cabeza. Un dolor que hoy era más intenso y real que nunca desde el día que todo esto sucedió…
 Pero finalmente volvió a verla entre aquel amasijo metálico, esta vez con bastante más claridad que antes. Hacía un esfuerzo sobrehumano por seguir respirando. La barriguita que media hora antes había acariciado para hacerle reír, era ahora una sanguinolenta masa de vísceras que temblaba y en la que se mezclaban los órganos que hacían funcionar aquel cuerpecito perfecto con  los harapos en los que se había convertido su ropa. Sus ojos de alegre y vivaz pero bondadosa mirada se había tornado en vidriosas pupilas apenas tintineantes. La boca que tantas veces vio sonreír estaba ahora abierta en un gesto no de dolor, ni siquiera de miedo, sino de sorpresa. De incredulidad, tal vez. Incluso de impaciencia ante lo desconocido, esperando el  desenlace de aquella situación. Y de ella salía un fino hilo de sangre similar al que tantas veces creaba con saliva al quedarse dormida en el sofá, entre sus padres.

Más relatos.                                                                           


lunes, 18 de marzo de 2013

Dolor.


Ya no sé qué duele más
si el haber sido mentido
o el conocer la verdad
pero sé que me ha dolido
y por venir de ti, más.

domingo, 17 de marzo de 2013

Rómpeme

Sólo una cosa he encontrado
que duela más todavía
que un corazón destrozado
y reduciéndose a astillas:


Ese mismo corazón,

o lo que quede de él
tras su total destrucción,
un par de días después,


cuando todas sus astillas,

y los pequeños fragmentos,
se convierten en cuchillas
que se te clavan por dentro.






viernes, 15 de febrero de 2013

Roca costera

De una forma irremediable,
en su árida posición,
escuchaba nuestra roca
la redundante canción:

acercábanse las olas
para alejarse después
todo el tiempo las oía;
jamás se dejaban ver.

Sí que podían verse a veces,
en los días de fuerte viento,
lejana salpicaduras
ascender casi hasta el cielo.

Esto le hacía recordar
la imborrable noche aquella
en que el apacible mar
tornose indomable bestia.

Relámpagos refulgían,
iluminábase el cielo,
grandes barcos zozobraban,
encallaban los pequeños.

Se oía entre el viento y los truenos
el graznar de las gaviotas,
pues ni siquiera estas aves
pudieron prever tal cosa.

y por fin pudo la roca
observar, emocionada
como una ola mayor
con su espuma la besaba...

Tal vez en muchos años,
se permitía soñar,
regresaría aquella ola
para dejarse abrazar.


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