-¡Para para para! –Gritaba (en voz bajita) de vez en cuando.
Y entonces ella, dejaba de escribir con la cuchilla en el pecho del chico, y le
dejaba lamer la sangre de la herida del suyo durante unos instantes antes de
seguir con su labor.
Ahora era ella quien le acariciaba el pelo mientras él
hundía su rostro entre sus senos, acariciándolos suavemente con la lengua, los
labios, y también los dientes. Empezó a darle pequeños, aunque relativamente
fuertes mordisquitos . Cada vez más pequeños. Cada vez más fuertes. Y también
el dolor que le causaba era más agudo e intenso. Eso la excitaba. Mucho. Y él
lo sabía, pues podía sentir cómo iba dejando de acariciarle el pelo para clavar
las uñas en su nuca. No podía ver que se mordía los labios para –intentar- no gemir,
pero sí sentía cómo se aceleraba su corazón, y cómo temblaba todo su cuerpo a
pesar de su respiración lenta y profunda.
De pronto, cesó. Siguió unos instantes inmóvil, aplastada la
nariz contra uno de los pechos, hasta que finalmente, se apartó, y dijo:
-Creo que me toca.
Quedó ella atónita momentáneamente hasta que vio que, con
una caricia, le quitaba la navaja de la oreja, dónde anteriormente se la había
colocado como si de un simple bolígrafo o cigarro se tratase.
-Cómo te gusta llenarme de babas… -replicó ella, dejando
paso su estupefacción a un tono notablemente irritado por haberla “dejado a
medias”.
Pero la única respuesta que consiguió fue una breve mirada
mientras lentamente abría, concentrado, la navaja, y tras la cual sopló, sin
decir palabra, con toda la fuerza de sus pulmones hacia su “babeado” pecho, lo
que casi la hizo tiritar.
Tomó ella rápidamente la otra, y frunciendo el ceño como una
niña enfadada, le dirigió una amenazadora mirada a la entrepierna, a la que él,
ensimismado observando el arma, no prestó atención, añadió:
-Pues en los brazos.
Y le ofreció sus brazos desnudos, muñecas arribas. Ambos
cambiaron el gesto repentinamente, adoptaban ahora sus rostros una expresión
seria, aunque tranquila, casi solemne. Besó él su frente antes de apoyar levemente
la punta de la hoja a la mitad de su antebrazo. Unos brazos preciosos, pensó.
Era una verdadera lástima destrozarlos de esa manera. Con una delicadeza y
precisión que a él mismo sorprendieron, comenzó a cortar lentamente hacia
abajo, como si quisiera abrirle las venas y desangrarla en un momento, pero
penetrando apenas la piel lo justo para que sangrase. A veces, menos aún. Mientras,
ella no se movía, ni siquiera temblaba, ni siquiera contraía sus músculos. No
la creía capaz de soportar tan bien el dolor.
Y comenzó con el otro brazo.
Su pulso de cirujano contrastaba enormemente con su labio
inferior, que temblaba, con sus dientes a punto de comenzar a castañear, con
sus ojos entrecerrados, con el conjunto de su cara, que evidenciaba el sumo
placer que le causaba todo aquello. Se sentía como rompiendo el lacre de su
primera carta de amor, como rasgando una negra cortina que ocultase la entrada
al paraíso…
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