Volvió a despertarse sintiendo el fuerte golpe en la nuca
que le hacía recordar, revivir el momento en el que su vida cambió, y con éste,
los últimos meses… Su vida. Tenía gracia. Su
vida. No había cambiado, había desaparecido, por completo. La única vida que
tenía era la que soñaba que temía perder
una y otra vez cada noche. Pero entonces despertaba, veía que no era
real y deseaba morir de verdad. Pero eso nunca pasaba, a pesar de lo mucho que
le había dolido la cabeza, el accidente no era real. Nunca lo era. Bueno… Sólo
lo fue una vez. La primera. Cuando aún tenía una vida que perder….
Lo tenía todo en aquellos tiempos. Un buen trabajo en el hospital. Un coche
grande. Una casa enorme. Una esposa guapa y divertida que lo quería casi tanto
como él a ella, o puede que incluso un poco más. Y una hija tan encantadora
como preciosa.
Incluso tenía un enemigo,
algo que todos necesitan de vez en cuando, para no aburrirse: un
veterano facultativo del hospital al que el primer día no le cayó bien del todo
y que le hizo pasar las noches de su primer año como interno en urgencias.
Bendito fuera… de no haber sido por él, jamás podría haberle salvado la vida a
la hermosa chica con la que no mucho después crearía, de la nada y por medio
del amor, la risa, la mirada y las rubias coletas más bonitas de este mundo. Y
aunque la casualidad quiso que precisamente fuese precisamente aquél doctor el que atendió a su
mujer durante el parto, el haberle “robado” la posibilidad de quedar como un
héroe salvándola años atrás, hacía que siguiera resentido con él.
Tenía también un deseo, un deseo que jamás debería haber expresado
en voz alta, y que si hizo mal en apenas desearlo, y peor aún en pronunciarlo,
en ningún caso debió permitir que su princesita le oyese: quería tener un hijo.
Un hijo varón. Desde luego, no parecía tan terrible. Pero el gran corazón de
aquella chiquitaja de ojos alegres era tan generoso como débil. Y rompió a
llorar cuando oyó aquellas cruelísimas palabras de la boca de un padre que de
un momento a otro parecía haber dejado de quererlas y que probablemente la
cambiaría por un chico en cuanto tuviese oportunidad. Por un chico. Ni siquiera
por un gatito, sino por uno de aquellos desagradables seres similares a su
insoportable primo mayor, o a los que iban con ella a clase.
Aunque en un gran esfuerzo por estar guapa para que no la
cambiasen dejó de llorar, sus expresivos ojos mostraron una profunda tristeza, a
pesar de los besos y abrazos de sus padres, y de las palabras de consuelo y
cariño, hasta que se montaron en el coche para ir a ver a su abuela. Y es que,
pese a sus recién cumplidos seis añitos, su padre le dejó sentarse delante.
Sabía que esto la animaría, y así fue. La bufanda cubría una divertida sonrisa
de complicidad, pero ésta podía adivinarse en los ojos de la pequeña. En sus
brillantes y alegres ojos azules de belleza sólo comparables a los de su madre.
Por supuesto, él conduciría. Si dejaban a la hija delante,
uno de los padres debía ir detrás, y evidentemente, no iba a ser él. Era el padre de familia, quería como nadie y
como a nadie a sus dos princesas, pero
no pensaba sentarse, como mínimo, de copiloto. Jamás se arrepintió tanto de aquel estúpido orgullo, cuya
motivación parecía estar en las discusiones de su infancia con sus hermanos
mayores para elegir asiento y cuya consecuencia inmediata fue dejar que el amor de su vida esperase junto al coche
a que lo sacara del garaje para cerrar manualmente la puerta, puesto que cierta
personita había perdido el mando a distancia mientras jugaba utilizándolo como
teléfono móvil. La segunda cosa de la que más se arrepentía era de no haberla
besado justo antes de subirse al coche. Y antes de salir de casa. Antes de
levantarse del sillón, y también mientras estaban sentados. Mientras cambiaba
de ropa hacía menos de media hora, cuando había salido de la ducha cubriéndose
con una toalla porque había olvidado la ropa interior en la habitación, y
también cuando había estado ayudando a su pequeña a ducharse mientras insistía
en la importancia de prepararlo todo antes de empezar, y en todas esas
ocasiones que tuvo y no aprovechó.
Cerró la puerta y arrancó, al mismo tiempo que le devolvía
la sonrisa, e introducía el CD favorito de su chiquitaja. Quitó con cuidado el
freno de mano, embragó a fondo y metió la primera marcha casi acariciando la
palanca mientras pisaba suavemente el acelerador. No sabría explicar por qué,
pero cuando hacía algo delante de su hija, siempre lo hacía con mucho cuidado, cuidando
cada detalle. Quería que fuese perfecta. Como sus ojos. No podía apartar la
mirada de sus ellos. Y no lo hizo hasta que los golpes de la chica a la que
quería en el techo del vehículo le hicieron mirar atrás. Y entonces lo sintió:
el golpe en la nuca que a partir de entonces reviviría cada noche en sus
pesadillas, precedido apenas unos instantes antes por el claxon de un camión.
Esta vez…fue bastante real…le había dolido de verdad…pero
siguió recordando. Recordaba sus pensamientos en la fracción de segundo que
tardó en volver a abrir los ojos: había vuelto a hacerlo. Esta chica… no tenía
remedio. Le gritaba cuidado, miraba hacia ella, y se tropezaba por el otro
lado. Siempre igual, pero ahora, con el coche. Era su forma de ser… Pero en
aquella vez, fue bastante distinto, pues al abrir los ojos, no la vio, desde el suelo, riéndose de él,
sino que vio el pequeño cuerpo de su hija retorcerse entre los enroscados
hierros que un instante antes formaban parte del coche. Casi sintió ira cuando
miró hacia atrás para ver a la causante
de su descuido, del accidente, de la tragedia. Pero cuando se volvió hacia atrás no la vio, el coche
se había girado mucho y ahora ella estaba al otro lado. Aplastada entre la
destrozada carrocería y un nuevo desconchón de la pared. Pudo observar el
instante en que sus fuerzas se agotaron y dejó caer su cabeza sobre el pecho,
ocultando con el pelo enrojecido su rostro de sorpresa y pavor. Entonces volvió
a girarse hasta la niña pequeña que estaba a su lado y que se había convertido
en su todo. Tardó unos instantes en
poder verla, el sol matinal que, por el giro que había dado el coche, estaba
tras ella le deslumbraba. Aquel brillo solía convertirse en la luz que le
despertaba cada mañana tras el dolor de cabeza. Un dolor que hoy era más
intenso y real que nunca desde el día que todo esto sucedió…
Pero finalmente
volvió a verla entre aquel amasijo metálico, esta vez con bastante más claridad
que antes. Hacía un esfuerzo sobrehumano por seguir respirando. La barriguita
que media hora antes había acariciado para hacerle reír, era ahora una sanguinolenta
masa de vísceras que temblaba y en la que se mezclaban los órganos que hacían
funcionar aquel cuerpecito perfecto con los
harapos en los que se había convertido su ropa. Sus ojos de alegre y vivaz pero
bondadosa mirada se había tornado en vidriosas pupilas apenas tintineantes. La
boca que tantas veces vio sonreír estaba ahora abierta en un gesto no de dolor,
ni siquiera de miedo, sino de sorpresa. De incredulidad, tal vez. Incluso de
impaciencia ante lo desconocido, esperando el desenlace de aquella situación. Y de ella salía
un fino hilo de sangre similar al que tantas veces creaba con saliva al
quedarse dormida en el sofá, entre sus padres.
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