lunes, 29 de abril de 2013

Carpe Díem, reflexiones sobre la procrastinación durante los anuncios de Antena 3.

Un par de segundos. No necesitas mirar la pantalla más tiempo para querer ver el spot completo. Puede que anuncie algo interesante. Puede que  sea original, puede que sea gracioso, puede que sea nuevo y puede que sea tan viejo que quieres comprobar si te los sabes de memoria mientras piensas cuándo dejarán de repetirlo, pero esos dos segundos se convierten en veinte. Sí… ¿Para qué mirar un instante pudiendo mirar un anuncio? Bueno…y el principio del siguiente, y si es interesante, éste completo también. Y parte del siguiente. Así es como se pasa de  menos de dos segundos a más de dos minutos PERDIDOS. Dos minutos y pico. Lo que suele durar una canción, o un vídeo de youtube. De los cortitos. Claro, que ya que esperas a que cargue y a que te deje saltar la publi del principio…mejor ver uno de los largos. O dos cortos. Y si no te decides por el segundo debido a las casi infinitas sugerencias…mejor ver otros dos o tres más. Aunque sean largos. Más la publi. Y así se pasa de par de minutos a media hora.
Media hora…lo que dura, o duraba en mis tiempos, un recreo. Claro, que mientras vuelves a clase…y el profe pide silencio…y los alumnos obedecen… Habría que añadir otros diez. Y otros tanto por delante, ¿o soy el único que se pasaba el final de la última hora mirando el reloj? Y así es como se pierde una hora. O algo menos. Sí, una hora o algo menos, lo que en teoría va a durar la siestita después de comer. O lo que se tarda en limpiar la bandeja de Facebook, Tuenti, Twitter, Hotmail… O en mi caso, desmotivaciones. Claro que si no tienes nada(importante) que hacer…no pasa nada por echarle un par de horitas. Lo que dura una peli, más o menos. Y aunque algunas duran un poco más, son la cola de las palomitas y (o más bien “o”) los interminables intermedios los que hacen que ese tiempo se convierta en el doble.
Y ya son cuatro horas. El máximo tiempo que puedo aguantar estudiando, en un día “normal”, al menos. Si tenemos en cuenta que el rato que tardas en decidirte a empezar, y el rato que descansas al acabar, y compensamos añadiendo, más para acallar la conciencia que para otra cosa, el descanso para merendar… Se pierde una tarde. O una mañana. Y un día al que le quitas una mañana o una tarde, es un día que se ha volado.
Luego hay ciertas tareas que sí requieren todo un día. Sembrar patatas, por ejemplo, para dar un toque tan paletillo como mis orígenes. Pero no hay que ser de pueblo para entender que tras todo el día en la calle uno no pasa la noche dentro ordenando los sacos. Eso se deja para el día siguiente, como todas las cosas que duran desde la mañana hasta la noche. Y si lleva toda la mañana del día siguiente, pues dos días perdidos. Par de días, lo que tardarán en traerte el libro que encargaste, previo pago, por supuesto, o lo que van a durar las chapuzas de carpinteros, albañiles, fontaneros, cristaleros entre otros especímenes,  y que acaban alargándose una semana.
Una semana. Justo lo que tardará tu tía la gorda en ponerse a dieta. Pero a lo mejor espera a que pase el finde… por el arroz familiar del domingo, más que nada. Y los lunes…ya deprime bastante volver a empezar el trabajo, los horarios y las carreras como para empezar también a pasar hambre. Y si se le pasa el martes, pues podrá esperar una semana más, ¿no? Quince días, lo que tardaré en quedar con ese chico que (ya) no me cae bien o esa chica que (ya) no me gusta. Es que ahora estoy de exámenes y claro, no puedo. Aunque luego siempre coinciden fechas y dejan algunos para más tarde… Y tras los exámenes siempre hay planes mejores… Bueno, tampoco pasará nada si tardo un mes.
Lo que tardaré en ir a que me miren ese “ruidito raro” que del coche. O lo que tardaría si lo tuviera… Mejor lo que tardaré en cambiar mis zapas viejas. O en ponerme a estudiar en serio. Todos lo sabemos. Ese mes se duplicará, triplicará o incluso más. Tres meses. Un trimestre. Escolar, por ejemplo. Y si empiezas mal…pues lo dejas pasar hasta las recuperaciones en el siguiente. Claro, que puede que repitas. Y habrás perdido un año. Enterito.
Un año. Como cuando dejas ciertos planes para el verano siguiente. Y cuando te das cuentas, ha pasado el suficiente tiempo como para no poder hacerlo sin ir a la cárcel(maldita mayoría de edad…), tu amigo se ha mudado, o se separa el grupo sin que hayas ido ni a un concierto. Como hizo My chemical romance hace no mucho. Y esos dos o tres años se van, pero convertidos en seis o siete y llevándose primero tu infancia, y luego tu infancia. Y cuando te das cuenta, tienes veinte años y no has hecho nada. Y
 entonces piensas. Y te asustas. Me asusto, Me da miedo pensar que pueda cerrar los ojos un par de segundos y que al abrirlos tenga cuarenta años y mi vida sea como la de ahora. Y no es que sea una vida mala, pero tampoco especialmente buena. No es que sea vacía… Ni siquiera aburrida, aunque tampoco sea demasiado divertida. Es, simplemente, una vida. Normal. Demasiado normal. Y es que nada me asusta más que convertirme en alguien normal. Bueno. Sólo una cosa: dándome cuenta de que ya lo soy, el no cambiarlo. No existe algo que me asuste más (creo que es lo único que me asusta) que seguir siendo NORMAL. Y por eso pienso aprovechar, no cada par de segundos, sino cada fracción de segundo, porque… porque… Se acabaron los anuncios, me voy a ver los Simpsons.

jueves, 25 de abril de 2013

Mereces la pena y lo sabes.


No importa que no se pueda,
Pues algún día se podrá,
Sé que merece la pena
Por eso te voy a esperar

Pero esto no significa
Que todavía no te quiero
Pues por ti daría mi vida
Si me prometes un beso.

miércoles, 24 de abril de 2013

Ojito iracundo de ira.

O furioso de furia.
Es de Happy tree friends, una serie estilo Rasca y Pica protagonizada por ositos amorosos, castores mancos, topos ciegos, osos hormigueros científicos, y erizos miedosos, entre otros...mola.


Más gifs.

Capítulo 8.


CAPÍTULO 8.
Tras poco más de diez minutos hablando en los que Sara se mordía la lengua, literalmente y casi hasta hacerla sangrar, para reprimir sus sentimientos hacia la chica de pelo bermejo, empezó a pensar cuánto tiempo más podría aguantar. Pero debía un par de favores y el objetivo de la misión era medianamente honrado… Dejar bien a la policía, hacer sufrir a un corrupto, recuperar fondos para la seguridad en centros públicos… y demostrar a una niñata que su padre le importaba, y también ella a él. Y en cuanto a los remordimientos por derribar una facultad a mitad de curso (¿remordimientos? Ni que fuera ella quien activaría la bomba…) no eran tan fuerte como los celos que le hacía sentir por alguien que acababa de conocer y que ni siquiera le importaba. Porque desde luego que no le importaba ese pringado… En un momento, en que los tres se quedaron sin palabras y no sabían qué decir, el chico dijo:
-Creo que seguimos –un plural, evidentemente usado para reconfortar a Sara, que consiguió su objetivo- sin saber tu nombre…
Ella sonrió y sin decir nada, cogió el móvil de él, que estaba sobre la mesa, y apuntó su número, con el nombre de Neus. “Llámame”, dijo. Y se giró a seguir haciendo como que copiaba algo de la pizarra. Desconcertado, casi desorientado, se giró hacia su compañera, a la que consideraba una experta, preguntándole con la mirada qué hacer ahora. Pero en su mirada no vio más que un odio –injustificado, a su parecer- hacia esa clase de chicas que calentaban al personal para nada. Pero entonces oyeron que Neus susurró un impaciente “¿a qué esperas?”.
Quería una perdida para guardar su número… Pues claro… Así que llamó. Pero en cuanto su teléfono, que por supuesto no estaba silenciado, sonó, la chica se lo llevó al oído hablando sola, se puso en pie, y salió como si nada. Ahora también Sara estaba perdida, y ambos se miraron de igual a igual….durante unos segundos. Lo que tardó en llegar un mensaje preguntando cuánto pensaban hacerla esperar. Ambos salieron apresuradamente, de no ser porque Sara la cogió, él se habría dejado la carpeta con los planos de la facultad… Cuando salieron de la clase, se la encontraron tumbada completamente en las escaleras en las que hacía unos minutos habían estado sentados. Era la personificación del “quiero lo que quiero cuando quiero”.
-¿Y ahora qué?-preguntó al verlos.
-Si no te da miedo que este cabrito venda tus órganos en Asia –dijo sorprendiendo a éste con un puñetazo seguido de un beso en la mejilla-, tenemos una furgoneta ahí fuera… ¿Qué dices?
-Que estoy en desventaja, sois dos para una…al menos deberíais invitarme antes a tomar algo,  ¿no? Espero que la furgoneta sea para ir a algún sitio mejor…
-Si te hace ilusión-dijo él, despegando los labios por fin- podemos meter un colchón en la parte de atrás, pero tenemos un amigo que hace poco ha abierto un local a diez minutos de aquí y se alegrará de ver que le llevamos clientes.
-¿Ahora…? –dijo ella haciéndose de rogar- mejor dadme un minuto que entro a por mis cosas.
Y volvió a entrar en la clase, dejando a los dos tan atónitos como era de esperar.
-¿Cómo dices lo de los órganos…? Podrías haberla espantado…
-Sí, claro –respondió ella, picada-… Es evidente el sentido de la responsabilidad de esta chica… Me pregunto hasta qué punto hacemos un bien al mundo salvándola…
Esto le recordó que pronto todo el edificio volaría por los aires, y se miró el reloj. Aún tenían más de veinte minutos antes de que empezara el simulacro de incendio. Por el momento, todo iba bien.



viernes, 19 de abril de 2013

Huesitos contentos.

O Sobras moviendo la cola...
Está mendigando una caricia...

Huesitos desmontándose

O Sobras saltando...
Acabará perdiendo una pieza.

Más GIFs.

Huesitos mareados.

O Sobras dando volteretas...
Acabará mareándose...

martes, 16 de abril de 2013

Traficando entradas.


"TÚ, MI ROMÁNTICO SUICIDA" por Eryenne García

No tengo palabras para explicarte. En tan poco tiempo, te has convertido en algo más que en un amigo, en mi confidente. ¿Por tu don de gentes? Tal vez... ¿Por tu sonrisa infinita? Quizás... Pero, sobre todo, por ti y tu puntito de humor, capaz de animarme en los peores momentos. ¿Debería darte las gracias? Sí, sin dudarlo ni un segundo. ¿Por qué? Por tus sonrisas, por escucharme, por cada instante en el que estuviste ahí, por poder contar contigo, por ser mi 'ciber hombro' en el que llorar. Y digo 'ciber hombro' porque no te tengo a mi lado, porque no puedo abrazarte, porque no puedes animarme en persona. Pero a pesar de la distancia, siento que siempre estarás aquí. Y mientras los que están a mi lado me hacen llorar, tú me haces reír a distancia. Te ganaste mi cariño y mi confianza. Pero no te confundas, lo nuestro sólo es amistad...

¿A cambio? Un poema...

No sé cómo agradecerte
todo lo que haces por mí
no importa que yo ni te hable,
tu siempre estarás ahí

no sólo te digo gracias,
también te digo lo siento
que si no te hablo algún día
es que de verdad no puedo.

lunes, 15 de abril de 2013

El placer de recordar.


Jamás diré lo contrario:
La quería de verdad,
aunque todo haya cambiado
y aunque ya nada sea igual.

La he dejado de querer,
y la he dejado de amar,
pero aún me queda el placer
de no poderla olvidar.

domingo, 14 de abril de 2013

martes, 9 de abril de 2013

Padre de familia, parte 2ª.

Aunque a menudo recreaba en su mente aquellos momentos, aún no sabía pasado inmóvil observando los inertes ojos abiertos de su hija y los turbios cabellos de su esposa mecidos por el gélido viento, pero fue el suficiente para dar tiempo a que llegara la policía, e instantes después, una ambulancia. Según supo más tarde, el accidente fue culpa del camión. O más bien, de su conductor, un cocainómano sin ni siquiera carnet de conducir que lo acababa de robar. Sabía conducir un coche (y robar) un coche desde que tenía quince años, pero no un camión. No por asfalto cubierto de hielo. Y sobre todo, no con los reflejos distorsionados por los estupefacientes ni  con un conductor que, distraído por su bella esposa, parando su coche junto a él. Al parecer, una semana después, antes del juicio, se ahorcó. Pero no le guardaba rencor. Y menos  después de que se suicidase. La culpa no era de nadie, son cosas que pasan… Pero él era culpable. No del accidente, desde luego. Pero sí de haber culpado a su mujer de él. Apenas fue una fracción de segundo, desde que notó que había tenido un accidente hasta que abrió los ojos y vio las consecuencias de éste. Incluso cuando vio a su hija agonizante la culpó, pero en menos de lo que se tarda en parpadear, comprendió que era demasiada culpa para una persona que le quería cuyo único fallo fue tratar de avisarles de lo que podía pasar. Entonces es cuando se arrepintió. La vio caer muerta. Y lo último que había pensado sobre ella mientras estaba en vida…fue que era la causante de la muerte de la hija de ambos.
Cuando te sientes culpable de una tragedia así, incluso si lo eres, todos, hasta tú mismo, te ayudan a superarlo, diciendo cosas como que no es culpa de nadie, que tenía que pasar, que no pudo evitarse y otras banalidades. Pero ¿cómo se superaba el culpar a alguien inocente, a alguien que ya se ha ido, a alguien que en vida fue la persona que más quisiste hasta que te dio otra personita con la que compartir ese puesto? ¿Cómo iba a perdonarse no haberse despedido de las dos personas a las que más quiso jamás? ¿Cómo iba siquiera a sentirse humano después de haber cogido el coche sin preocuparse de nada, permitiendo que una niña pequeña fuese en la parte delantera del vehículo y que su mujer se jugara la vida cerrando la puerta? Estaba claro que no había forma alguna.
Por suerte, el seguro le indemnizó tan generosamente que no tendría que volver a trabajar en años si seguía llevando la vida que hasta entonces había tenido. Pero ya no tenía vida. Apenas comía. No tenía a quién regalar juguetes por las buenas notas, ni a quién sorprender con una cena romántica. No tenía, por supuesto, motivos para comprarse nada, se odiaba. Tampoco gastaría combustible con un coche que, no sabía por qué, reparó, pues no tenía un trabajo al que ir, una hija a la que llevar a clase, una familia con la que ir al campo los domingos, ni jamás tendría una hija a la que enseñar a conducir con el coche viejo, así que lo vendió. Y lo mismo hizo con la casa… ¿Para qué dos pisos estando él sólo? ¿Para qué un castillo sin sus dos princesas? Decidió coger todo el dinero que consiguió y mudarse a la modesta pensión frente al hospital, en la que tuvo su primera “cita” con su ya difunto amor. Con suerte, alguien le metería un tiro mientras dormía para llevarse el dinero, y si le detenían, en su testamento había dejado bien claro que la mitad del dinero sería para el asesino, en agradecimiento por aliviarle sufrimiento y en compensación por la probable pena de cárcel, y la otra mitad para unos suegros a los que no se atrevía mirar a la cara.
Así vivó unas semanas. Se despertaba aterrado en mitad de la noche varias veces, reviviendo aquel momento, deseando no morir ante aquel camión que al verlo aceleraba en lugar de frenar, no quería dejar una huérfana y una viuda tan jóvenes y guapas. Pero entonces despertaba, veía que  eran ellas las que le habían dejado solo, y por muy egoísta que sonara, deseaba haberse ido él. O haberse despedido de ellas como merecían…o al menos, sin reprocharles nada. Por el día, bajaba una o dos veces como máximo al restaurante que había justo bajo su habitación. Cuando tenía una vida, había estado muchas veces, durante un tiempo iba casi a diario. Era donde comían los trabajadores del hospital a los que no les gustaba la comida que se servía en los comedores de éste. Los internos considerados por sí mismos “rebeldes”, y sobre todo el personal no sanitario. Entonces los veía. Era el único contacto con la sociedad que tenía. Pero sabía que jamás nadie le llegaría a importar una milésima parte de lo que le importó su familia, y si se odiaba a sí mismo, también a los demás.
Evidentemente, no hablaba con nadie. Pero se sentía observado. Eran miradas de compasión que se apiadaban de él, pero también, a veces, de envidia. Había quien nunca supo lo que es tener una familia, pero tampoco lo que es tener dinero, y él tenía lo segundo. Poco a poco, empezó a pasar más tiempo allí, pero no comiendo, ni por supuesto hablando con sus antiguos compañeros, que ya empezaban a recriminárselo, sino bebiendo frente a una máquina tragaperras. Las miradas de envidia desaparecieron por completo, las de piedad comenzaron a convertirse en desaprobadoras miradas de recriminación. De desprecio. Casi de odio. Su aspecto era lamentable, el de un vagabundo. Y en esto es en lo que se convirtió cuando una noche, casi al amanecer, se encontró su habitación vacía. Claro, que no podía culpar a nadie, incluso el dueño le culpó a él de que le robaran el televisor: se había dejado la puerta abierta.
Fue de este modo como acabó viviendo en la calle, y justo un año después del accidente, en un invierno que ahora parecía mucho más frío y terrible, volvió a ver la silueta desfigurada de su hija recortada en un brillo que le despertaba. Y volvió a sentir el golpe en su nunca. Pero a diferencia de la noche anterior, y de la anterior a ésta, y de todas las noches del último año, el golpe fue mucho más fuerte. Y no se fue disipando hasta convertirse en resaca matutina, sino que fue seguido por otro aún más fuerte. Y por otro más, en el costado, con el que sintió el quebrarse de sus costillas. Abrió los ojos y tras volver a ver el cuerpo sin vida de su esposa con el pelo manchado de sangre y moviéndose por el viento, vio a 4 jóvenes dándole una paliza. Pero de pronto, uno de ellos dijo algo a los demás, y se fueron corriendo. Él volvió a dormirse. Soñó de nuevo con su familia.
Cuando despertó, se encontraba en el hospital, en urgencias, pero esta vez, en una camilla. Y frente a él, una joven médico preciosa. Últimamente no había tratado con muchas mujeres, pero ésta era realmente guapa. Le explicó que los que le había pegado no eran neonazis ni nada así, sino matones. Al parecer, alguien a quien se parecía mucho, se había ganado una paliza, y aquellos brutos se confundieron. Pero gracia a ello, los habían detenido, habían confesado, y a estas horas una gran red de criminales profesionales estaban siendo arrestados. También dijo que le consideraba un héroe.
La chica siguió hablando, pero él ya no escuchaba. Observaba cómo le daba puntos en el pecho con unas manos temblorosas. Hablaba más para tranquilizarse a ella misma que a él. Ni siquiera le había tapado con la sabanita verde. Era una novata. Una novata muy guapa. Y entonces recordó cómo conoció a su difunta amada. Aquella burda recreación mancillaba su recuerdo. Pero en ese instante, justo cuando daba el último punto, una enfermera entró llamándola, y se fue corriendo sin decir nada más. Inepta e incompetente becaria…había dejado sin vigilancia el material quirúrgico. No tardó ni dos minutos en volver a entrar con una gran (y hermosa) sonrisa. Preguntó si seguían y antes de esperar una respuesta, se acercó hacia la camilla para seguir remendando su magullada piel. Pero sí que respondió. Cogió el mayor bisturí de los que había junto a él dijo, casi gritó “No. No seguimos” al mismo tiempo que, ante los atónitos ojos de la chica, se seccionaba la yugular.


Padre de familia, parte 1ª.

Volvió a despertarse sintiendo el fuerte golpe en la nuca que le hacía recordar, revivir el momento en el que su vida cambió, y con éste, los últimos meses… Su vida. Tenía gracia. Su vida. No había cambiado, había desaparecido, por completo. La única vida que tenía era la que soñaba que temía perder  una y otra vez cada noche. Pero entonces despertaba, veía que no era real y deseaba morir de verdad. Pero eso nunca pasaba, a pesar de lo mucho que le había dolido la cabeza, el accidente no era real. Nunca lo era. Bueno… Sólo lo fue una vez. La primera. Cuando aún tenía una vida que perder….
Lo tenía todo en aquellos tiempos.  Un buen trabajo en el hospital. Un coche grande. Una casa enorme. Una esposa guapa y divertida que lo quería casi tanto como él a ella, o puede que incluso un poco más. Y una hija tan encantadora como preciosa.
Incluso tenía un enemigo,  algo que todos necesitan de vez en cuando, para no aburrirse: un veterano facultativo del hospital al que el primer día no le cayó bien del todo y que le hizo pasar las noches de su primer año como interno en urgencias. Bendito fuera… de no haber sido por él, jamás podría haberle salvado la vida a la hermosa chica con la que no mucho después crearía, de la nada y por medio del amor, la risa, la mirada y las rubias coletas más bonitas de este mundo. Y aunque la casualidad quiso que precisamente fuese  precisamente aquél doctor el que atendió a su mujer durante el parto, el haberle “robado” la posibilidad de quedar como un héroe salvándola años atrás, hacía que siguiera resentido con él.
Tenía también un deseo, un deseo que jamás debería haber expresado en voz alta, y que si hizo mal en apenas desearlo, y peor aún en pronunciarlo, en ningún caso debió permitir que su princesita le oyese: quería tener un hijo. Un hijo varón. Desde luego, no parecía tan terrible. Pero el gran corazón de aquella chiquitaja de ojos alegres era tan generoso como débil. Y rompió a llorar cuando oyó aquellas cruelísimas palabras de la boca de un padre que de un momento a otro parecía haber dejado de quererlas y que probablemente la cambiaría por un chico en cuanto tuviese oportunidad. Por un chico. Ni siquiera por un gatito, sino por uno de aquellos desagradables seres similares a su insoportable primo mayor, o a los que iban con ella a clase.
Aunque en un gran esfuerzo por estar guapa para que no la cambiasen dejó de llorar, sus expresivos ojos mostraron una profunda tristeza, a pesar de los besos y abrazos de sus padres, y de las palabras de consuelo y cariño, hasta que se montaron en el coche para ir a ver a su abuela. Y es que, pese a sus recién cumplidos seis añitos, su padre le dejó sentarse delante. Sabía que esto la animaría, y así fue. La bufanda cubría una divertida sonrisa de complicidad, pero ésta podía adivinarse en los ojos de la pequeña. En sus brillantes y alegres ojos azules de belleza sólo comparables a los de su madre.
Por supuesto, él conduciría. Si dejaban a la hija delante, uno de los padres debía ir detrás, y evidentemente, no iba a ser él.  Era el padre de familia, quería como nadie y como a nadie a sus dos princesas, pero  no pensaba sentarse, como mínimo, de copiloto. Jamás se arrepintió  tanto de aquel estúpido orgullo, cuya motivación parecía estar en las discusiones de su infancia con sus hermanos mayores para elegir asiento y cuya consecuencia inmediata fue dejar que el amor de su vida esperase junto al coche a que lo sacara del garaje para cerrar manualmente la puerta, puesto que cierta personita había perdido el mando a distancia mientras jugaba utilizándolo como teléfono móvil. La segunda cosa de la que más se arrepentía era de no haberla besado justo antes de subirse al coche. Y antes de salir de casa. Antes de levantarse del sillón, y también mientras estaban sentados. Mientras cambiaba de ropa hacía menos de media  hora,  cuando había salido de la ducha cubriéndose con una toalla porque había olvidado la ropa interior en la habitación, y también cuando había estado ayudando a su pequeña a ducharse mientras insistía en la importancia de prepararlo todo antes de empezar, y en todas esas ocasiones que tuvo y no aprovechó.
Cerró la puerta y arrancó, al mismo tiempo que le devolvía la sonrisa, e introducía el CD favorito de su chiquitaja. Quitó con cuidado el freno de mano, embragó a fondo y metió la primera marcha casi acariciando la palanca mientras pisaba suavemente el acelerador. No sabría explicar por qué, pero cuando hacía algo delante de su hija, siempre lo hacía con mucho cuidado, cuidando cada detalle. Quería que fuese perfecta. Como sus ojos. No podía apartar la mirada de sus ellos. Y no lo hizo hasta que los golpes de la chica a la que quería en el techo del vehículo le hicieron mirar atrás. Y entonces lo sintió: el golpe en la nuca que a partir de entonces reviviría cada noche en sus pesadillas, precedido apenas unos instantes antes por el claxon de un camión.
Esta vez…fue bastante real…le había dolido de verdad…pero siguió recordando. Recordaba sus pensamientos en la fracción de segundo que tardó en volver a abrir los ojos: había vuelto a hacerlo. Esta chica… no tenía remedio. Le gritaba cuidado, miraba hacia ella, y se tropezaba por el otro lado. Siempre igual, pero ahora, con el coche. Era su forma de ser… Pero en aquella vez, fue bastante distinto, pues al abrir los ojos,  no la vio, desde el suelo, riéndose de él, sino que vio el pequeño cuerpo de su hija retorcerse entre los enroscados hierros que un instante antes formaban parte del coche. Casi sintió ira cuando miró hacia atrás para ver a la causante de su descuido, del accidente, de la tragedia. Pero  cuando se volvió hacia atrás no la vio, el coche se había girado mucho y ahora ella estaba al otro lado. Aplastada entre la destrozada carrocería y un nuevo desconchón de la pared. Pudo observar el instante en que sus fuerzas se agotaron y dejó caer su cabeza sobre el pecho, ocultando con el pelo enrojecido su rostro de sorpresa y pavor. Entonces volvió a girarse hasta la niña pequeña que estaba a su lado y que se había convertido en su todo.  Tardó unos instantes en poder verla, el sol matinal que, por el giro que había dado el coche, estaba tras ella le deslumbraba. Aquel brillo solía convertirse en la luz que le despertaba cada mañana tras el dolor de cabeza. Un dolor que hoy era más intenso y real que nunca desde el día que todo esto sucedió…
 Pero finalmente volvió a verla entre aquel amasijo metálico, esta vez con bastante más claridad que antes. Hacía un esfuerzo sobrehumano por seguir respirando. La barriguita que media hora antes había acariciado para hacerle reír, era ahora una sanguinolenta masa de vísceras que temblaba y en la que se mezclaban los órganos que hacían funcionar aquel cuerpecito perfecto con  los harapos en los que se había convertido su ropa. Sus ojos de alegre y vivaz pero bondadosa mirada se había tornado en vidriosas pupilas apenas tintineantes. La boca que tantas veces vio sonreír estaba ahora abierta en un gesto no de dolor, ni siquiera de miedo, sino de sorpresa. De incredulidad, tal vez. Incluso de impaciencia ante lo desconocido, esperando el  desenlace de aquella situación. Y de ella salía un fino hilo de sangre similar al que tantas veces creaba con saliva al quedarse dormida en el sofá, entre sus padres.

Más relatos.                                                                           


sábado, 6 de abril de 2013

Capítulo 7.


CAPÍTULO 7.


Sin muchas esperanzas de éxito, entró en la clase delante de ella, con paso firme, más para impresionarla que para que SU plan funcionase. El objetivo se sentaba en primera fila y tras un instante de vacilación, pues no quería situarse demasiado cerca de un profesor que al no conocerles podría echarles de clase, se dispuso a sentarse justo tras ella. Pero otros dos chicos, estaban sentándose precisamente ahí, dejando  junto a él, en la silla inmediatamente anterior a la de la chica. Sin decir una palabra, cedió el paso a Sara, con una mirada que ésta comprendió al instante. Con una seguridad que a él le pareció envidiable para cualquiera del sexo contrario, y un movimiento de caderas que le obligó a mirarla donde la espalda pierde su nombre, se situó junto al chico de la chaqueta y le preguntó con una gran sonrisa si ese sitio estaba ocupado. Ante la evidente negativa de éste, tomó asiento junto a él, justo tras la chica que buscaban.

-¿Cuánto dices que llevas sin entrarle a una tía? –Dijo a su compañero, que ya estaba junto a ella, en voz baja y cubriendo con la mano una maliciosa sonrisita.

 -Para tu información-respondió él sin ni mirarle a la cara, garabateando en el dorso del plano de la facultad. Ni folios les habían dado… -, la última vez fue una chica la que intentó seducirme a mí. Luego le disparé a la cara. Llevaba horas tiroteándonos, y en un momento que se paró a recargar, aparecí tras ella.

-El matador de las féminas… aquí esas cosas funcionan de otra manera…

_No me siento especialmente orgulloso de ello-siguió él, ignorándola. Presionaba sobre el papel con tanta fuerza, el bolígrafo empezaba a quebrase.-…  Pero mientras con una mano desnudaba su pecho, con la otra desenfundaba un revólver oculto en su entrepierna. Un instante más y… Y…

Antes de que encontrara palabras con las que proseguir su relato, y para relajarle un poco antes de que empezara a gritar o a llamar la atención, Sara le besó. No en la boca, por supuesto, sino en la barbilla, justo bajo el labio inferior, tal y como hacían en las películas, según había oído en alguna parte, pero el efecto fue justo el esperado.

-No te emociones-dijo nada más soltarle-. No es que crea que lo merezcas, ¿eh?, es sólo para que estos dos dejen de mirarme… ¿Le vas a decir algo, o qué?

Algo confuso, miró a la chica que tenía delante. Escribía haciéndose la aplicada mientras el chico sentado junto a ella tenía que conformarse con charlar con su amiga, bastante menos agraciada. Aunque, según pensó, tratando de evitar la comparación con las otras dos chicas, no estaba nada mal. Y además, era mucho más simpática… Era la típica amiga simpática. Llegados sus pensamientos a este punto, no pudo evitar una sonrisa. Siempre le había hecho gracia ver como todos esos tópicos machistas se cumplían, pero al comprobar que todo seguía siendo así, que nada había cambiado en el mundo que hace tiempo había abandonado, volvió a despertar en él todo tipo de sensaciones, tan agradables como ya olvidadas, hasta ese preciso momento.

-¡Espabila!-Dijo Sara, chasqueando los dedos antes su cara.

-Sigamos con los tópicos-susurró él, dejando caer el astillado bolígrafo al suelo-¡Tss! ¡El boli! ¡Pelirroja! ¡Eo!

Ante el caso omiso de la chica, y mordiéndose el labio presa de un sentimiento bastante similar a los celos, Sara dio una patada al respaldo de la silla de ésta, que, girándose y con un inocente gesto en su cara, dijo:

-¿Es a mí? Perdona-recogió el bolígrafo. Y ya estaba a punto de devolvérselo a su dueño cuando pareció pensárselo mejor y añadió, dirigiendo la punta del bolígrafo a su boca-… Te lo cambio por tu nombre…

-¿Lo ves?-interrumpió Sara, claramente molesta y lo suficientemente alto como para que la otra chica también le oyese- No era tan difícil…

Estaba hecho…







 








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