jueves, 24 de abril de 2014

Capítulo 5.

-¡Déjame! –dijo ella, cubriéndose la boca llena con una mano y poniendo su súper mirada suplicadora y un tono de voz de niñita buena y desvalida- Hacía años que no comía tan bien… bueno…que no comía tanto…
-Y nunca había comido tanto. No para desayunar, al menos.
-Ni yo en tan buena compañía.
-¿Ah, no -Replicó él, con sorna levantándose dispuesto a no dejarla comer en paz-…? ¿Acaso mi yo de ayer no te gustaba…? Con lo bueno que era… Si él no te hacías… ¡Esto!
Según iba hablando se había colocado tras ella, que lo ignoraba y seguía comiendo con gran parsimonia, y comenzó a chincharla como un niño pequeño a su hermana. Empezó picándole la cintura con los dedos, y tirándole suavemente del pelo, pero ante su indiferencia, “subió de tono” un poco, echándole miguitas por el escote, y soplándole al oído. No reaccionaba, y lo tomó como que le intentaba demostrar lo poco que la lograba molestar. Como un desafío. Solían jugar a cosas así… Pero cuando comenzó a morderle una oreja y a pellizcarle los pechos, se dio cuenta de su error. La chica subió los hombros, y se cruzó de brazos, cubriéndose como pudo, sollozando y agachando la cabeza, dejando que sus dorados cabellos le cubriesen el rostro congestionado.
-Princesa -acertó a musitar, sorprendido, mientras le acariciaba ambos brazos como si quisiese darle calor. Así, encogida y temblorosa, daba la impresión de que tenía frío. Y le besó la coronilla, a lo que respondió bajándola aún más -… Tu último desayuno…
-No es eso –el chico la abracaba ahora por detrás, en un movimiento tan disimulado como involuntario le acariciaba el pecho con los brazos. Ella le frenó con un manotazo en la entrepierna que ni ella misma sabría decir si fue cariñoso o…”defensivo”, pero sin saber por qué mantuvo ahí sus dedos unos instantes hasta retirar la mano lentamente-. Es que… Dios, ni siquiera has dicho “nuestro” desayuno. Nunca valoras lo que es importante para mí… Empiezo a dudar…tal vez ni siquiera quieras hacer…lo que vamos…lo que creía que íbamos…a hacer. No te lo tomas en serio, no paras de bromear sobre el morir…
En ese momento sintió cómo el abrazo que la envolvía desde atrás se volvía más frío. No sabría explicarlo, ni decir en qué, el chico no hizo ningún movimiento concreto, pero lo sentía. Tal vez fuera eso: había dejado de moverse, los brazos que rodeaban su cuerpo se habían vuelto rígidos, como petrificados, casi inhumanos. “Qué gilipollez”, pensó. Pero lo cierto es que tampoco él decía nada.
Pues claro que no decía nada. ¿Y qué iba a decir? Su princesa se había pasado. Pero lo peor de todo es que tenía que permitírselo, y no porque estuviese llorando, porque aún estaba adormilada, ni siquiera porque hubiera empezado él, sino porque sabía que, en el fondo, tenía razón.
Le dolía que dudase de su amor. Él mismo nunca había estado tan seguro de algo como de que la quería. Y además, sabía que su actitud despreocupada y optimista de reírse y bromear con los problemas era lo que –al menos en parte- la había enamorado, pero tenía que admitir que a veces también la molestaba. Pero después de tanto tiempo, debería saber que que bromease, no significaba que se tomase algo en serio. Y eso le dolía…


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Capítulo 4.

Sobreponiéndose a sus pensamientos lúgubres y oscuros sobre su destino –el destino que habían escogido-, trataba de romper el hielo, pero al momento rectificó, retirando el pie, eso sí, muy lentamente, de la pierna del apenas sorprendido chico. Seguramente, él también tendría en qué pensar. Cierto era que aquélla sería su última comida juntos. Pero también iba a ser su última comida. A secas. Su última comida en esta vida, en este mundo. Claro, que…puede que en el otro también se comiera. Aunque era improbable que en el infierno de los suicidas les fuesen a permitir hacerlo juntos. Y mojó una galleta en el vaso de leche que él se llevaba a los labios, haciéndole interrumpir su movimiento para ofrecérselo con una sonrisa. Al fin y al cabo, se dijo, él era su vida. Y lo mejor de todo, es que sabía que era mutuo. Hasta el mismo Satán habría de reconocer que se querían. Y tendría que hacerlo antes que se pusiera el sol.
Siempre había sido una chica valiente, o al menos se consideraba tal. A menudo se sorprendía de su propia frivolidad al hablar –o pensar- de tan macabros temas. Desde niña le atrajeron esas cosas. No soportaba un cuento sin brujas, ogros atormentados, o maldiciones por incumplir la palabra dada. Y aunque nunca creyó del todo, tampoco era totalmente escéptica. No podía cree en un infierno que no había visto, pero tampoco dejar de temer algo cuya inexistencia era indemostrables…
Lo que había tras la Muerte, pensaba mientras se relamía sacando de su bolsita un dulce alargado lo más sugerentemente que pudo, siempre había sido un misterio. La Iglesia siempre lo había ocultado concienzudamente: ha buscado la felicidad de la gente mediante su ignorancia. Y eso demostraba que sabían algo más. Y por tanto, que lo había.
Semana Santa y Todos los Santos en los equinoccios, Navidad y San Juan en los solsticios…ha erradicado a las demás culturas y se ha apropiado de sus costumbres, eclipsándolas con las suyas propias. Ha quemado libros y cerrado bocas durante siglos; cruzadas, guerras santas, evangelizaciones, expulsiones, inquisiciones…no hay ni que leer la mitad del primer libro de la Biblia para ver cómo es castigado el conocimiento, materializado en una manzana prohibida.
Y todo eso sin dejar de predicar la bondad como la máxima del cristianismo. Tal vez de verdad sea éste el mal menor, pero… ¿de qué quieren protegernos? ¿Realmente merece la pena? ¿Y si era verdad todo lo que había leído sobre el tema? Bendiciones, exorcismos, y expulsiones de seres malditos e infernales, alejados de este mundo hasta el día del Apocalipsis. ¿Por qué no? “¿Why not?”, susurró. Y, temiendo que le hubiera escuchado –aunque no fue así- y le preguntase a qué venía eso, apoyó rápidamente su pie descalzo en la entrepierna del chico, que se atragantó.
-Me gusta cuando callas, porque estás como ausente –recitó él- luego me pateas y que AÚN no estás muerta.
Ambos rieron. La chica temía haberle hecho daño, pero tampoco fue así. Él le cogió suavemente la pierna con ambas manos, y dejándola en el suelo, con delicadeza y muy lentamente, besó su rodilla y añadió:

-¿Dónde quedó lo de dejar un cadáver bonito? ¡Deja de comer, cerdita!


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Capítulo 3.

Aún estaba absorto cuando apareció en la puerta, irrumpiendo en sus pensamientos –y en la cocina- saltando como una chiquilla. Iba descalza y apenas parecía haber peinado sus dorados cabellos que agitaba alegremente haciéndolos refulgir con los rayos de sol que entraban de forma casi horizontal por la otra ventana. Lucía, únicamente, un hermoso vestido de gasa que con motivos florales en tonos apagados. Era corto. Muy muy corto, y a través de su delgada tela, se apreciaba cada detalle de su cuerpo, únicamente disimulados por las diminutas florecillas en él representadas, y por su forma holgada.
Se sentía devorada por los ojos de él. Podía ver en su mirada hasta el último de sus deseos. Algunos muy románticos y apasionados, y otros más bien cariñosos. Unos perfectamente razonables, y otros tremendamente depravados. Pero a través del par de metros que les separaban, podía sentir en su piel las más mínimas de sus caricias. Mucho más que hacía un rato, cuando estaba desnuda.
Fue, entonces, a acercarse a él, realizando con impecable gracia giros de bailarina que hacían levantarse los volantes de su vestido. Pero antes de que poder preguntarle lo bien que le quedaba, derribó un vaso de zumo que cayó al suelo, quebrándose al instante. Por fin, salió de la profundidad de sus pensamientos, y se acercó a ella diciendo:
-¿Y ahora a quién le tocará recoger esto? ¿Al criminólogo, al forense, o al de balística?
Ella no dijo nada, y dándole la espalda, se agachó a limpiarlo, dejando a su escaso atuendo mostrar lo realmente escaso que era: no llevaba nada bajo el vestido. Le cogió los hombros, besó su coronilla, y bajó lentamente las manos hacia su escote. O lo intentó.
-Déjame, guarro –le dijo fríamente-. ¿Las has preparado ya?
-¿Las tostadas? Por supuesto, están…
Pero la fulminante mirada de la no sólo le advirtió que no estaba para bromas, sino que le recordó el motivo: su obsesión casi enfermiza por la limpieza.
-Pues claro –dijo él, sacando sendos revólveres de los bolsillos traseros de su pantalón, que ella miró con desdén. Y dejándolos en la mesa junto a dos dagas relucientes como que les acababa de sacar brillo, añadió-. Deja que te ayude…

Después, se sentaron a la mesa de la cocina, un frente a otro  y con las armas en medio, revueltas con las magdalenas. El desayuno transcurría con una aburrida e inesperada normalidad, sólo interrumpida por miradas furtivas y traviesas, que como dos desconocidos que se gustaban al verse por primera vez en unas circunstancias que le impedían demostrarlo. O, más bien, como dos tímidos adolescentes en su primera cita, que no sabían qué debían hacer ni hasta dónde llegar, pensó cuando sintió el pie de la chica sobre su rodilla.


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Capítulo 2.

Minutos después, tras preparar el generoso desayuno, sacó un cigarrillo y se apoyó en la ventana para esperarla. Ni siquiera le gustaba fumar, y menos en ayunas. Pero sabía que era malo para la salud, y ya que iban a morir… Aunque en realidad, el dudaba. Un poco, al menos. Ahora que le iba bien… “Y tan bien”, se dijo al mirar a la ventana que había enfrente: era la habitación en la que ella se cambiaba. O más bien seguía buscando algo que ponerse. Podía verla claramente en un gran espejo que había justo frente a la ventana…
Realmente era un fastidio. Toda una putada, por qué no decirlo. No quería morir. Apenas hacía dos meses que habían empezado a vivir la vida. Ya hacía casi un año que se conocían, pero no fue hasta el cumpleaños de ella cuando decidieron que iban a morir juntos, que no iba a pasar a pasar de los veinte. Fue entonces cuando lo planificaron todo.
Su mano inexperta sacudió la ceniza del cigarrillo. Resignado a que era incapaz de no mirar a la ventana de enfrente, dejó de tratar de concentrarse en los gorriones que cantaban al nuevo día en un árbol cercano. Y siguió pensando en las últimas semanas. En la decisión que habían tomado. La idea era sencilla: vender cuanto tenían, gastar todo el dinero en caprichos efímeros (como la existencia humana) y en cuanto se acabase, colgarse. De una viga. Juntos.
Él lo había vendido todo, salvo la ropa que ahora mismo llevaba puesta –después había comprado más y mejor, pero éste seguía siendo su capricho favorito-, y su vieja máquina de escribir. En cuanto a ella…confiaba en la chica que le había convencido de aquella locura, tanto como en él mismo, pero aunque su familia siempre había sido un tema tabú desde el principio, sabía que debía ser bastante rica. Y su habilidad para gastar el dinero en vestiditos bonitos se lo demostraba. Seguramente no le había mentido y había vendido cuanto tenía, pero fácilmente podría haber conseguido más. La antigua mansión en la que ahora mismo estaban la habían alquilado con lo que sacaron al vender un deportivo, según ella, heredado.
Una ráfaga de viento tan frío que hizo enmudecer un momento a los pajaritos le hizo volver al “ahora”. Ya veía a la chica. Después de todo, no era tan difícil no fijarse en ella, lo había hecho sin darse cuenta. Ser rio para sí. Tiró el más de medio cigarro que le quedaba, cerró la ventana, y se volvió hacia la puerta dispuesto a esperarla con la mejor de las sonrisas. No iba a permitir que las dudas y sospechas sobre el incierto origen de la chica de la que estaba locamente enamorado le hicieran desconfiar de su amor, ni que le arruinasen su último día con ella.

Y volvió a sus pensamientos. No es que no quisiera morir. Había jurado hacerlo. Y a la persona que amaba. Y se consideraba de esos pocos –y en peligro de extinción- que aun preferirían perder la vida a la palabra dada. Sí, prefería morir a vivir sin nada, sin bienes terrenales, ni palabra... ni amor. Quería morir. Pero no le parecía algo “bueno”, por lo que no quería que ella muriese. Por eso, aunque no estaba seguro, esperaba que su plan…


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Capítulo 1.

El cielo amanecía claro y despejado. Los cristales del amplio ventanal, impolutos como siempre, impedía que la suave pero gélida brisa propia de enero penetrase en la habitación, permitiendo así que los amantes que habían dormido en su interior pensar que hacía un buen día. Hasta hacía sol.
Ella despertó primero. Y sabía que el buen tiempo en aquella época del año no era más que mera ilusión. Pero le gustó el día que acababa de ver empezar, desde que la claridad previa al alba iluminó el cielo, hasta que los primeros rayos tiñeron de innumerables tonos púrpura las escasas nubes, que se empequeñecían en el horizonte, como dejando paso al astro rey.
Era un buen día para morir, se dijo a sí misma en voz no lo suficientemente alta como para arriesgarse a despertarlo, pero sí como para sentirse una idiota que hablaba sola. Aunque en cuestión de una fracción de segundo, este sentimiento desapareció, convirtiéndose en una amplia sonrisa no mucho menos idiota.
Y decidió despertar a quien consideraba el amos de su –corta- vida. Su sonrisa se llenó entonces de esa picaresca que tanto le gustaba a él, y cuidadosamente para no hacer ruido, se acercó al extremo de la ventana, abrió las cortinas de par en par, inundando el que habría de ser el lecho de sus prematuras muertes con una embriagadora luz matinal que cubrió el rostro del chico sin que este de inmutase siquiera.
La sonrisa volvió a ser idiota. Y feliz. Y tranquila. Pero sobre todo sincera. Con cierto aire melancólico. Cerró entonces las translúcidas cortinas lentamente, y se quitó su corto insinuante camisón, quedando totalmente desnuda. Y se acostó con delicadeza sobre el pecho de él, que por fin despertó.
Buenos días, le dijo. Y le besó la frente apartándole el flequillo con la nariz.
-Hoy sí –suplicó ella-. Por favor…
-En fin- suspiró él. La cogió por los brazos, tal vez con demasiada fuerza, como suele pasar cuando aún se están desperezando los músculos, y girando ambos, se puso sobre ella, enredándose en las sábanas -… Pero tendrás que vestirte- añadió tan amable y cariñosamente como pudo. Ella susurró un gracias, y tras besarle la mejilla sin afeitar, se escabulló de entre sus brazos más rápidamente de lo que él hubiese querido, haciendo brincar alegremente sus atributos femeninos de camino a la habitación contigua, en la que se encontraba  el armario.
-Y habrá que desayunar bien –Añadió casi a gritos. Y se dirigió a la cocina.


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