jueves, 24 de abril de 2014
Capítulo 10.
-¡Para para para! –Gritaba (en voz bajita) de vez en cuando.
Y entonces ella, dejaba de escribir con la cuchilla en el pecho del chico, y le
dejaba lamer la sangre de la herida del suyo durante unos instantes antes de
seguir con su labor.
Ahora era ella quien le acariciaba el pelo mientras él
hundía su rostro entre sus senos, acariciándolos suavemente con la lengua, los
labios, y también los dientes. Empezó a darle pequeños, aunque relativamente
fuertes mordisquitos . Cada vez más pequeños. Cada vez más fuertes. Y también
el dolor que le causaba era más agudo e intenso. Eso la excitaba. Mucho. Y él
lo sabía, pues podía sentir cómo iba dejando de acariciarle el pelo para clavar
las uñas en su nuca. No podía ver que se mordía los labios para –intentar- no gemir,
pero sí sentía cómo se aceleraba su corazón, y cómo temblaba todo su cuerpo a
pesar de su respiración lenta y profunda.
De pronto, cesó. Siguió unos instantes inmóvil, aplastada la
nariz contra uno de los pechos, hasta que finalmente, se apartó, y dijo:
-Creo que me toca.
Quedó ella atónita momentáneamente hasta que vio que, con
una caricia, le quitaba la navaja de la oreja, dónde anteriormente se la había
colocado como si de un simple bolígrafo o cigarro se tratase.
-Cómo te gusta llenarme de babas… -replicó ella, dejando
paso su estupefacción a un tono notablemente irritado por haberla “dejado a
medias”.
Pero la única respuesta que consiguió fue una breve mirada
mientras lentamente abría, concentrado, la navaja, y tras la cual sopló, sin
decir palabra, con toda la fuerza de sus pulmones hacia su “babeado” pecho, lo
que casi la hizo tiritar.
Tomó ella rápidamente la otra, y frunciendo el ceño como una
niña enfadada, le dirigió una amenazadora mirada a la entrepierna, a la que él,
ensimismado observando el arma, no prestó atención, añadió:
-Pues en los brazos.
Y le ofreció sus brazos desnudos, muñecas arribas. Ambos
cambiaron el gesto repentinamente, adoptaban ahora sus rostros una expresión
seria, aunque tranquila, casi solemne. Besó él su frente antes de apoyar levemente
la punta de la hoja a la mitad de su antebrazo. Unos brazos preciosos, pensó.
Era una verdadera lástima destrozarlos de esa manera. Con una delicadeza y
precisión que a él mismo sorprendieron, comenzó a cortar lentamente hacia
abajo, como si quisiera abrirle las venas y desangrarla en un momento, pero
penetrando apenas la piel lo justo para que sangrase. A veces, menos aún. Mientras,
ella no se movía, ni siquiera temblaba, ni siquiera contraía sus músculos. No
la creía capaz de soportar tan bien el dolor.
Y comenzó con el otro brazo.
Su pulso de cirujano contrastaba enormemente con su labio
inferior, que temblaba, con sus dientes a punto de comenzar a castañear, con
sus ojos entrecerrados, con el conjunto de su cara, que evidenciaba el sumo
placer que le causaba todo aquello. Se sentía como rompiendo el lacre de su
primera carta de amor, como rasgando una negra cortina que ocultase la entrada
al paraíso…
Capítulo 9.
No hicieron el amor. Se quedaron abrazados, enredados en las
sábanas manchadas de sangre, hasta perder la noción del tiempo. Estaban casi en
trance. Acababan de asumir que iban a morir Y a apenas les importaba. Estaban
preparados. Pero se encontraban cómodos en esa posición. Si hubiesen estado
haciendo…algo, no les habría importado dejarlo, o esperar a acabarlo para saltar
por la ventana, o quitarse la vida de cualquier otra forma. Ni siquiera habían
decidido aún cómo hacerlo, ni siquiera pensaban en ello. Se limitaban a no
hacer nada, no pensando en nada, únicamente disfrutando cada uno del tacto del
otro, deleitándose con el roce de sus pieles. Era demasiado agradable para
dejarlo. Cualquier mínimo cambio, cualquier cosa que sucediese, les habría
hecho volver en sí, pero nada ocurría. Seguían en un estado de duermevela en el
que él le acariciaba el pelo y ella el pecho, sobre el que se recostaba.
Hasta que finalmente le sonó la tripa. Se preguntaba si le
habría oído, pero notó cómo su pecho vibraba en una ligera risa, lo que se lo
confirmó. Sintió una leve vergüenza, que aumentó al sentir en sus mejillas el
calor que le indicaban que se estaba ruborizando, y volviendo el rostro hacia
la ventana murmuró, como excusándose, que no habían comido nada desde el
desayuno. Ya era por la tarde, según pudo comprobar mirando el color de un
cielo cada vez más anaranjado. Los días de invierno son tan efímeros como la
misma vida, se dijo. Habían acordado hacerlo por la mañana, y aunque no le
gustaba especialmente aquella luz vespertina, pensó que podrían esperar un par
de horas más para dejar este mundo con la puesta de sol.
Un par de horas… Tal vez quedase menos. Alargó la mano hasta
la mesita buscando un reloj, cuando se quemó con una colilla mal apagada. Ni
siquiera recordaba qué habían fumado para aliviar el dolor de las heridas de su
amante… Pero esperaba que cuando llegase el momento se hubieran pasado los
efectos. Evidentemente, no quería una muerte lenta y agónica, ni especialmente
dolorosa, pero tampoco instantánea ni indolora. Quería…saborear el momento. Eso
le hizo recordar que se acababa el tiempo para decidir el método. Abrió el
cajón.
-Mira lo que he encontrado –dijo mostrando dos navajas de
afeitar, damasquinadas en plata hasta lo excesivo- No me apetece moverme de
aquí… Se está tan a gustito… Y las sábanas ya están manchadas de sangre…
Hablaba muy flojito, lenta y seductoramente. Empezó a
acariciarle el pecho, con suavidad. Primero con un dedo, y después con una de
las afiladas hojas. Y a pesar de que lo hizo con suma delicadeza, no logró
evitar provocarle un diminuto cortecito, muy superficial, pero que se apresuró
a besar.
-Me encanta cuando me cuidas, dijo él, despegando por fin
los labios, volviéndolos a unir para besarla brevemente. Y volvió acariciarle
el pelo. Le encantaba su pelo, pensó mientras ella le hacía pequeños cortes,
ligeramente más profundos. Cada vez más profundos.
Y a besarlos. Y a lamer su sangre. Y a besarle con los labios mojados en su
propia sangre. Tomó la otra navaja, idéntica, y abriéndola y colocándola entre
sus pechos, le preguntó si quería probar. Pero su única respuesta fue besar
–que no lamer- la herida, pequeña pero abundantemente sangrante, que acababa de
hacerse, sin querer, justo al lado del pezón derecho. Realmente eran peligrosas
y afiladas…
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Capítulo 8.
Dolía mucho más sacarse los trozos de porcelana que
clavárselos, pensó. El dolor no le dejaba pensar en otra cosa. Ni siquiera en
como agradecerle que se los estuviera extrayendo ella. También trataba de
relajar la espalda, pero cada vez que sentía cómo le introducía las pinzas(o
las uñas, pues no recordaba si la había visto coger pinzas) no podía evitar
volver a tensar hasta el último músculo, cerrando las heridas y endureciendo su
carne, lo que dificultaba notablemente la labor de la chica.
“A la orden”, dijo él, riendo para disimular el daño que le
hacía, cuando le volvió a repetir que se estuviese quieto. Pero no podía
evitarlo, realmente dolía mucho… y ahora ella creería que lo hacía a propósito,
para… fardar de espalda musculosa, por ejemplo. Era ridículo, ni siquiera la
tenía “ancha”. Se hartó. Estaban en la cama, así que fue a darse la vuelta para
cogerla y… Y suerte que estaban en la cama, porque el brazo le falló,
haciéndole hincar la cara en la almohada. Peor habría sido contra el suelo… Con
el mismo brazo, hundió dos dedos en una herida bastante grande se quitó un trozo bastante grande. El mayor
de todos.
-¡Vaya! –exclamó ella- ése lo dejaba para el último, de
postre.
También ella bromeaba, pero no para disimular nada, sino
para animarle, y compensarle, al menos un poco. Había sido ella la que le había
hecho…eso.
-Pues se acabó el jugar a los médicos –le respondió.
Nada más decirlo se arrepintió de haber sonado tan…borde. En
realidad no estaba enfadado, ni siquiera dolido. Bueno, dolido sí, pero sólo
físicamente. No la culpaba de nada. Hasta lo grave de las consecuencias, le
había parecido bien que le tirase de la mesa, de hecho le había encantado. Odiaba
a la gente hipócrita que apoyaba cierta forma de actuar en los demás, hasta que
algo salía mal, y entonces, cuando más se necesita a alguien…te dejan tirado.
Lo había vivido. Y varias veces. Odiaba a muchos tipos de personas, a mayoría,
pero especialmente a éstos.
También odiaba las consecuencias de las cosas, como las
horas de dolor por un momento de placer. Pero bueno, así era la vida. “C’est la
vie”, se dijo. Y aunque casi nunca fumaba, en ese momento le habría gustado
soltar una bocanada de humo. En lugar de ello, le besó en un pecho que parecía
casi salirse del vestido, como
accidentalmente. Seguro que lo hacía a propósito. Besó el otro, y le pareció
ver, antes de cerrar los ojos, que estaba, al igual que el vestido y las
sábanas, salpicado de sangre. Ya no le dolía, pero sabía que ella sí que seguía
sintiéndose culpable, y quería que se le olvidase. Por un momento, se preguntó
cuáles serían las consecuencias de todo aquello, si es que las tenía.
Porque todo tenía consecuencias. Otra cosas que no le
gustaba de la vida…otro motivo para dejarla tirada y colgarse. Aunque la verdad
es que a él las consecuencias poco le importaban. Normalmente, se tomaba las
cosas con su idiosincrático estoicismo optimista: no importaba lo que hiciera,
pero tendría sus repercusiones. Y tampoco importaba éstas, fueran las que
fueran, siempre tendrían su lado bueno. O, al menos, su lado gracioso. Para él,
la solución de los problemas consistía en buscárselo.
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Capítulo 7.
Haciendo un grandísimo esfuerzo, se levantó de la mesa
dejando los restos de lo que había sido el último desayuno de ambos. Esperaba
que el idiota de su novio, por una vez, fuese capaz de apreciar esa clase de detalles. Se besaron.
Sin más. Fue un beso largo, pero sin anda que lo hiciese especial. Y aunque
dejar la mesa puesta e irse –o más bien, querer hacerlo- a la cama ocupaba una
parte importante de sus pensamientos, su cabeza seguía llena de ideas, muchas
absurdas, según podía reconocer ella misma, sobre el más allá. Era, cuanto
menos curioso ver cómo cuanto más se afanaba en evitar pensar algo, más se
enquistaba en su mente.
“Maldito subconsciente”, pensó. La relación con su
subconsciente siempre había sido algo tensa, pues aunque ella no se consideraba
especialmente inteligente, siempre lo había considerado superdotado. Pero un
poquito cabrón.
No como el tontorrón al que estaba besando. Le había cogido
la mano, poniéndosela tras sus rodillas, pero no consiguió de él más que, en un
alarde de necedad, le agarrase el trasero.
Un poquito muy cabrón. Cuando trataba de concentrarse en
algo, se le ocurrían geniales ideas de los más diversos temas sobre las que
pensar, pero cuando trataba de evitar pensar en algo, no podía dejar de
hacerlo, por ejemplo. Y, por supuesto, en los primeros….noventa segundos tras
salir de un examen, recordaba todas las respuestas que había dejado en blanco.
Sintió que la aupaba hasta sentarla en la mesa. Hacía ya
varios minutos que sus labios no se despegaban.
Fue por aquellos tiempos, cuando aún iba al instituto,
cuando decidió que su subconsciente sería del sexo masculino. Hasta entonces
había sido una especie de amiga imaginaria. No estaba loca, sabía que no era
real. Tal vez de muy niña –no lo recordaba-, sí “la veía”, y al empezar la
escuela, como suele pasar a las chicas más bonitas, estuvo un poco marginada en
clase, era algo solitaria, así que se dijo que no estaría mal tener una amiga
imaginaria. Aunque realmente no la tuviera. Pero años más tarde, si oba a estar
presente en sus masturbaciones, prefería que fuese “un” amigo.
Sintió como el pecho del chico se abalanzaba contra ella,
oprimiéndole el suyo y haciéndola caer tumbada sobre la mesa. Suavemente, pues
la cogía rodeando sus brazos con un hombro, mientras con la otra mano sujetaba,
acariciándola, su nuca, sin dejar de besarla, ahora por el cuello.
Una taza, o algún otro objeto de cerámica cayó al suelo,
haciéndose pedazos. Pero no le importaba. Ya no. Después de todo, pensó en un
tono sarcásticamente solemne debido a las circunstancias en que se encontraba
su cuerpo físico, no estaba tan mal tener un subconsciente así. A menudo
recurría a él, le “invocaba”, en las aburridas sesiones de sexo, convirtiéndolas en tríos en los que actuaba susurrándole
ideas al oído, o haciéndola acariciarse a sí misma. Y, además, pensar en todo
esto, como en ese momento, le permitía evadirse y olvidarse de…aquello que
quisiera olvidar. Como lo que habría tras la Muerte, y el interés de la Iglesia
por ocultarlo, evidenciando que, de una manera u otra lo conocía.
Susurró un “mierda” al volver a recordarlo que, casualidad o
no, coincidió con el paso de besos a mordisquitos en su cuello. Y fue en ese
instante cuando se dio cuenta de que, esta vez, no necesitaría a su imaginación
para pasarlo bien. Y devolviendo como pudo algunos de esos cariñosos mordiscos,
le hizo desaparecer, como a ese fiel amigo al que cuando sabe que sobra, le basta
una mirada para esfumarse, aun sabiendo que al día siguiente volverá pidiendo
una explicación, que ya conoce, cuando lo que en verdad quiere son los detalles
que no le darás.
Desistió. Se dejó morder. Volvía a parecer ausente, pero no
pensaba ya en nada, simplemente…disfrutaba. Se mordía los labios de placer.
Llegó incluso a hacerlos sangrar. Decidió entonces tomar la iniciativa.
Desclavó las uñas de los brazos del chico, llegando casi a asustarse al ver lo
profundo de las heridas que le había causado, agarrándole los hombros para
hacerle girar y situarse encima. Así podría dejar a la sangre caer en sus
labios. Cayó sobre su pecho. Y él sobre los afilados restos de la porcelana
rota, pero no pareció importarle, porque lo único que hizo fue levantarle el
vestido, y volverse a sorprender de que no hubiese bajo él la más mínima
prenda…
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Capítulo 6.
Y es que era cierto que no quería morir. ¿Cómo iba a querer
perderla para siempre? Pasemos del mundo y suicidémonos juntos. Sonaba
precioso., pasar de todo menos de ella. Pero también suponía pasar de ella. Y
se convertía en pasar de todo POR ella. Y eso ya no era tan bonito, porque
estaba incluida en el “todo”.
También notó cómo su propio abrazo se volvía frío, y trató
de evitarlo acariciándole el pelo con la nariz y musitando te quieros y
disculpas. Pero con una frivolidad y de una forma tan mecánica que se asqueó a
sí mismo. En el fondo sabía que tenía razón. Siempre la tenía… Le había dolido
que dudase de su amor, pero… ¿Y si volvía a acertar y realmente no la quería?
No, imposible. Moriría por ella. De hecho…iba a hacerlo. Sin querer pero lo
haría. Por amor. Volvía a sonar bonito. Aunque sí había querido hacerlo.
“Antes”. Cuando lo veía como algo lejano, como una vía de escape del mundo. No
obstante, ahora, a medida que se acercaba, el mundo empezaba a gustarle.
Pero había dado su palabra. Su palabra. No dejaba de repetirse
eso, parecía que lo hacía más por honor que por amor. Amor u honor, la eterna
cuestión. Había leído como grandes autores como Calderón, Galdós o Shakespeare
la habían trabajado, pero esta vez se presentaba de una forma distinta, ya no
se trataba de respetar lo que dictase uno u otro, sino realizar lo que ambos
coincidían en exigirle, y no saber a cuál se estaba obedeciendo.
Esta vez fue un gemido de placer lo que le hizo salir de sus
cavilaciones: sin darse cuenta le estaba lamiendo el cuello. ¿Qué más daba el
motivo? Esa misma noche estaría muerto. Había cosas mejores en las que pensar.
Y la prometida “Gran Despedida” de este mundo era una de ellas. Además, si
siguiera viviendo, ya no sería esa vida, ni en esa compañía. No merecía la
pena.
Amor u honor... a
estas alturas, eso ya era lo de menos. Pero lo cierto es que a él también le
habría gustado escribir sobre el tema antes de… morir. Morir. Iba a morir. No
le parecía ya bueno ni malo, sólo que aún le costaba creerlo. Morir. “Mo…rir…”,
susurró entre dientes antes de hincarlos con suma delicadeza en la piel del
cuello de la chica, a la que parecía habérsele pasado todo. Y de pronto se
interrumpió. “dejemos esto para dentro de un rato”, dijo. Y comenzó a articular
torpemente palabras en algo parecido a una disculpa que acabó cuando, esta vez
ella, le besó.
-Sé que me quieres –fue cuanto dijo, con sencillez y
humildad, en un tono tan indiferente que le recordaba a una niña pequeña.
Y lo decía sinceramente. También ella renunciaba a sus
profundas lucubraciones, prefería dejar sus ideas a media a permitirle que le
estropeasen sus últimas horas. Por un lado, si iban a suicidarse porque se
querían, era evidente que se querían; y por otro, si no sabía lo que había tras
la vida, por muchas vueltas que le diese, no iba a averiguarlo antes del
disparo. Claro, que eso no suponía una gran espera…
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Capítulo 5.
-¡Déjame! –dijo ella, cubriéndose la boca llena con una mano
y poniendo su súper mirada suplicadora y un tono de voz de niñita buena y
desvalida- Hacía años que no comía tan bien… bueno…que no comía tanto…
-Y nunca había comido tanto. No para desayunar, al menos.
-Ni yo en tan buena compañía.
-¿Ah, no -Replicó él, con sorna levantándose dispuesto a no
dejarla comer en paz-…? ¿Acaso mi yo de ayer no te gustaba…? Con lo bueno que
era… Si él no te hacías… ¡Esto!
Según iba hablando se había colocado tras ella, que lo
ignoraba y seguía comiendo con gran parsimonia, y comenzó a chincharla como un
niño pequeño a su hermana. Empezó picándole la cintura con los dedos, y
tirándole suavemente del pelo, pero ante su indiferencia, “subió de tono” un
poco, echándole miguitas por el escote, y soplándole al oído. No reaccionaba, y
lo tomó como que le intentaba demostrar lo poco que la lograba molestar. Como
un desafío. Solían jugar a cosas así… Pero cuando comenzó a morderle una oreja
y a pellizcarle los pechos, se dio cuenta de su error. La chica subió los
hombros, y se cruzó de brazos, cubriéndose como pudo, sollozando y agachando la
cabeza, dejando que sus dorados cabellos le cubriesen el rostro congestionado.
-Princesa -acertó a musitar, sorprendido, mientras le
acariciaba ambos brazos como si quisiese darle calor. Así, encogida y
temblorosa, daba la impresión de que tenía frío. Y le besó la coronilla, a lo
que respondió bajándola aún más -… Tu último desayuno…
-No es eso –el chico la abracaba ahora por detrás, en un
movimiento tan disimulado como involuntario le acariciaba el pecho con los
brazos. Ella le frenó con un manotazo en la entrepierna que ni ella misma
sabría decir si fue cariñoso o…”defensivo”, pero sin saber por qué mantuvo ahí
sus dedos unos instantes hasta retirar la mano lentamente-. Es que… Dios, ni
siquiera has dicho “nuestro” desayuno. Nunca valoras lo que es importante para
mí… Empiezo a dudar…tal vez ni siquiera quieras hacer…lo que vamos…lo que creía
que íbamos…a hacer. No te lo tomas en serio, no paras de bromear sobre el
morir…
En ese momento sintió cómo el abrazo que la envolvía desde
atrás se volvía más frío. No sabría explicarlo, ni decir en qué, el chico no
hizo ningún movimiento concreto, pero lo sentía. Tal vez fuera eso: había
dejado de moverse, los brazos que rodeaban su cuerpo se habían vuelto rígidos,
como petrificados, casi inhumanos. “Qué gilipollez”, pensó. Pero lo cierto es
que tampoco él decía nada.
Pues claro que no decía nada. ¿Y qué iba a decir? Su
princesa se había pasado. Pero lo peor de todo es que tenía que permitírselo, y
no porque estuviese llorando, porque aún estaba adormilada, ni siquiera porque
hubiera empezado él, sino porque sabía que, en el fondo, tenía razón.
Le dolía que dudase de su amor. Él mismo nunca había estado
tan seguro de algo como de que la quería. Y además, sabía que su actitud
despreocupada y optimista de reírse y bromear con los problemas era lo que –al
menos en parte- la había enamorado, pero tenía que admitir que a veces también
la molestaba. Pero después de tanto tiempo, debería saber que que bromease, no
significaba que se tomase algo en serio. Y eso le dolía…
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Capítulo 4.
Sobreponiéndose a sus pensamientos lúgubres y oscuros sobre
su destino –el destino que habían escogido-, trataba de romper el hielo, pero
al momento rectificó, retirando el pie, eso sí, muy lentamente, de la pierna
del apenas sorprendido chico. Seguramente, él también tendría en qué pensar.
Cierto era que aquélla sería su última comida juntos. Pero también iba a ser su
última comida. A secas. Su última comida en esta vida, en este mundo. Claro,
que…puede que en el otro también se comiera. Aunque era improbable que en el
infierno de los suicidas les fuesen a permitir hacerlo juntos. Y mojó una
galleta en el vaso de leche que él se llevaba a los labios, haciéndole
interrumpir su movimiento para ofrecérselo con una sonrisa. Al fin y al cabo,
se dijo, él era su vida. Y lo mejor de todo, es que sabía que era mutuo. Hasta
el mismo Satán habría de reconocer que se querían. Y tendría que hacerlo antes
que se pusiera el sol.
Siempre había sido una chica valiente, o al menos se
consideraba tal. A menudo se sorprendía de su propia frivolidad al hablar –o
pensar- de tan macabros temas. Desde niña le atrajeron esas cosas. No soportaba
un cuento sin brujas, ogros atormentados, o maldiciones por incumplir la
palabra dada. Y aunque nunca creyó del todo, tampoco era totalmente escéptica.
No podía cree en un infierno que no había visto, pero tampoco dejar de temer
algo cuya inexistencia era indemostrables…
Lo que había tras la Muerte, pensaba mientras se relamía
sacando de su bolsita un dulce alargado lo más sugerentemente que pudo, siempre
había sido un misterio. La Iglesia siempre lo había ocultado concienzudamente:
ha buscado la felicidad de la gente mediante su ignorancia. Y eso demostraba
que sabían algo más. Y por tanto, que
lo había.
Semana Santa y Todos los Santos en los equinoccios, Navidad
y San Juan en los solsticios…ha erradicado a las demás culturas y se ha
apropiado de sus costumbres, eclipsándolas con las suyas propias. Ha quemado
libros y cerrado bocas durante siglos; cruzadas, guerras santas,
evangelizaciones, expulsiones, inquisiciones…no hay ni que leer la mitad del
primer libro de la Biblia para ver cómo es castigado el conocimiento,
materializado en una manzana prohibida.
Y todo eso sin dejar de predicar la bondad como la máxima
del cristianismo. Tal vez de verdad sea éste el mal menor, pero… ¿de qué
quieren protegernos? ¿Realmente merece la pena? ¿Y si era verdad todo lo que
había leído sobre el tema? Bendiciones, exorcismos, y expulsiones de seres
malditos e infernales, alejados de este mundo hasta el día del Apocalipsis.
¿Por qué no? “¿Why not?”, susurró. Y, temiendo que le hubiera escuchado –aunque
no fue así- y le preguntase a qué venía eso, apoyó rápidamente su pie descalzo
en la entrepierna del chico, que se atragantó.
-Me gusta cuando callas, porque estás como ausente –recitó
él- luego me pateas y que AÚN no estás muerta.
Ambos rieron. La chica temía haberle hecho daño, pero
tampoco fue así. Él le cogió suavemente la pierna con ambas manos, y dejándola
en el suelo, con delicadeza y muy lentamente, besó su rodilla y añadió:
Capítulo 3.
Aún estaba absorto cuando apareció en la puerta, irrumpiendo
en sus pensamientos –y en la cocina- saltando como una chiquilla. Iba descalza
y apenas parecía haber peinado sus dorados cabellos que agitaba alegremente
haciéndolos refulgir con los rayos de sol que entraban de forma casi horizontal
por la otra ventana. Lucía, únicamente, un hermoso vestido de gasa que con
motivos florales en tonos apagados. Era corto. Muy muy corto, y a través de su
delgada tela, se apreciaba cada detalle de su cuerpo, únicamente disimulados
por las diminutas florecillas en él representadas, y por su forma holgada.
Se sentía devorada por los ojos de él. Podía ver en su
mirada hasta el último de sus deseos. Algunos muy románticos y apasionados, y
otros más bien cariñosos. Unos perfectamente razonables, y otros tremendamente
depravados. Pero a través del par de metros que les separaban, podía sentir en
su piel las más mínimas de sus caricias. Mucho más que hacía un rato, cuando
estaba desnuda.
Fue, entonces, a acercarse a él, realizando con impecable
gracia giros de bailarina que hacían levantarse los volantes de su vestido.
Pero antes de que poder preguntarle lo bien que le quedaba, derribó un vaso de
zumo que cayó al suelo, quebrándose al instante. Por fin, salió de la
profundidad de sus pensamientos, y se acercó a ella diciendo:
-¿Y ahora a quién le tocará recoger esto? ¿Al criminólogo,
al forense, o al de balística?
Ella no dijo nada, y dándole la espalda, se agachó a
limpiarlo, dejando a su escaso atuendo mostrar lo realmente escaso que era: no
llevaba nada bajo el vestido. Le cogió los hombros, besó su coronilla, y bajó
lentamente las manos hacia su escote. O lo intentó.
-Déjame, guarro –le dijo fríamente-. ¿Las has preparado ya?
-¿Las tostadas? Por supuesto, están…
Pero la fulminante mirada de la no sólo le advirtió que no
estaba para bromas, sino que le recordó el motivo: su obsesión casi enfermiza por
la limpieza.
-Pues claro –dijo él, sacando sendos revólveres de los
bolsillos traseros de su pantalón, que ella miró con desdén. Y dejándolos en la
mesa junto a dos dagas relucientes como que les acababa de sacar brillo,
añadió-. Deja que te ayude…
Después, se sentaron a la mesa de la cocina, un frente a
otro y con las armas en medio, revueltas
con las magdalenas. El desayuno transcurría con una aburrida e inesperada
normalidad, sólo interrumpida por miradas furtivas y traviesas, que como dos
desconocidos que se gustaban al verse por primera vez en unas circunstancias
que le impedían demostrarlo. O, más bien, como dos tímidos adolescentes en su
primera cita, que no sabían qué debían hacer ni hasta dónde llegar, pensó
cuando sintió el pie de la chica sobre su rodilla.
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Capítulo 2.
Minutos después, tras preparar el generoso desayuno, sacó un
cigarrillo y se apoyó en la ventana para esperarla. Ni siquiera le gustaba
fumar, y menos en ayunas. Pero sabía que era malo para la salud, y ya que iban
a morir… Aunque en realidad, el dudaba. Un poco, al menos. Ahora que le iba
bien… “Y tan bien”, se dijo al mirar a la ventana que había enfrente: era la
habitación en la que ella se cambiaba. O más bien seguía buscando algo que
ponerse. Podía verla claramente en un gran espejo que había justo frente a la
ventana…
Realmente era un fastidio. Toda una putada, por qué no
decirlo. No quería morir. Apenas hacía dos meses que habían empezado a vivir la
vida. Ya hacía casi un año que se conocían, pero no fue hasta el cumpleaños de
ella cuando decidieron que iban a morir juntos, que no iba a pasar a pasar de
los veinte. Fue entonces cuando lo planificaron todo.
Su mano inexperta sacudió la ceniza del cigarrillo. Resignado
a que era incapaz de no mirar a la ventana de enfrente, dejó de tratar de
concentrarse en los gorriones que cantaban al nuevo día en un árbol cercano. Y
siguió pensando en las últimas semanas. En la decisión que habían tomado. La
idea era sencilla: vender cuanto tenían, gastar todo el dinero en caprichos
efímeros (como la existencia humana) y en cuanto se acabase, colgarse. De una
viga. Juntos.
Él lo había vendido todo, salvo la ropa que ahora mismo
llevaba puesta –después había comprado más y mejor, pero éste seguía siendo su
capricho favorito-, y su vieja máquina de escribir. En cuanto a ella…confiaba
en la chica que le había convencido de aquella locura, tanto como en él mismo,
pero aunque su familia siempre había sido un tema tabú desde el principio,
sabía que debía ser bastante rica. Y su habilidad para gastar el dinero en
vestiditos bonitos se lo demostraba. Seguramente no le había mentido y había
vendido cuanto tenía, pero fácilmente podría haber conseguido más. La antigua
mansión en la que ahora mismo estaban la habían alquilado con lo que sacaron al
vender un deportivo, según ella, heredado.
Una ráfaga de viento tan frío que hizo enmudecer un momento
a los pajaritos le hizo volver al “ahora”. Ya veía a la chica. Después de todo,
no era tan difícil no fijarse en ella, lo había hecho sin darse cuenta. Ser rio
para sí. Tiró el más de medio cigarro que le quedaba, cerró la ventana, y se
volvió hacia la puerta dispuesto a esperarla con la mejor de las sonrisas. No iba
a permitir que las dudas y sospechas sobre el incierto origen de la chica de la
que estaba locamente enamorado le hicieran desconfiar de su amor, ni que le
arruinasen su último día con ella.
Y volvió a sus pensamientos. No es que no quisiera morir.
Había jurado hacerlo. Y a la persona que amaba. Y se consideraba de esos pocos
–y en peligro de extinción- que aun preferirían perder la vida a la palabra
dada. Sí, prefería morir a vivir sin nada, sin bienes terrenales, ni palabra...
ni amor. Quería morir. Pero no le parecía algo “bueno”, por lo que no quería
que ella muriese. Por eso, aunque no estaba seguro, esperaba que su plan…
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Capítulo 1.
El cielo amanecía claro y despejado. Los cristales del
amplio ventanal, impolutos como siempre, impedía que la suave pero gélida brisa
propia de enero penetrase en la habitación, permitiendo así que los amantes que
habían dormido en su interior pensar que hacía un buen día. Hasta hacía sol.
Ella despertó primero. Y sabía que el buen tiempo en aquella
época del año no era más que mera ilusión. Pero le gustó el día que acababa de
ver empezar, desde que la claridad previa al alba iluminó el cielo, hasta que
los primeros rayos tiñeron de innumerables tonos púrpura las escasas nubes, que
se empequeñecían en el horizonte, como dejando paso al astro rey.
Era un buen día para morir, se dijo a sí misma en voz no lo
suficientemente alta como para arriesgarse a despertarlo, pero sí como para
sentirse una idiota que hablaba sola. Aunque en cuestión de una fracción de segundo,
este sentimiento desapareció, convirtiéndose en una amplia sonrisa no mucho
menos idiota.
Y decidió despertar a quien consideraba el amos de su –corta-
vida. Su sonrisa se llenó entonces de esa picaresca que tanto le gustaba a él,
y cuidadosamente para no hacer ruido, se acercó al extremo de la ventana, abrió
las cortinas de par en par, inundando el que habría de ser el lecho de sus
prematuras muertes con una embriagadora luz matinal que cubrió el rostro del
chico sin que este de inmutase siquiera.
La sonrisa volvió a ser idiota. Y feliz. Y tranquila. Pero
sobre todo sincera. Con cierto aire melancólico. Cerró entonces las
translúcidas cortinas lentamente, y se quitó su corto insinuante camisón,
quedando totalmente desnuda. Y se acostó con delicadeza sobre el pecho de él,
que por fin despertó.
Buenos días, le dijo. Y le besó la frente apartándole el
flequillo con la nariz.
-Hoy sí –suplicó ella-. Por favor…
-En fin- suspiró él. La cogió por los brazos, tal vez con
demasiada fuerza, como suele pasar cuando aún se están desperezando los
músculos, y girando ambos, se puso sobre ella, enredándose en las sábanas -…
Pero tendrás que vestirte- añadió tan amable y cariñosamente como pudo. Ella
susurró un gracias, y tras besarle la mejilla sin afeitar, se escabulló de
entre sus brazos más rápidamente de lo que él hubiese querido, haciendo brincar
alegremente sus atributos femeninos de camino a la habitación contigua, en la
que se encontraba el armario.
-Y habrá que desayunar bien –Añadió casi a gritos. Y se
dirigió a la cocina.
Capítulo siguiente.
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