jueves, 24 de abril de 2014

Dobles.

Capítulo 1º. 

Capítulo 2º.

Capítulo 3º.

Capítulo 4º.

Capítulo 5º.

Capítulo 6º.

Capítulo 7º.

Capítulo 8º.

Capítulo 9º.

Capítulo 10º.




Más historias.

Capítulo 10.

-¡Para para para! –Gritaba (en voz bajita) de vez en cuando. Y entonces ella, dejaba de escribir con la cuchilla en el pecho del chico, y le dejaba lamer la sangre de la herida del suyo durante unos instantes antes de seguir con su labor.
Ahora era ella quien le acariciaba el pelo mientras él hundía su rostro entre sus senos, acariciándolos suavemente con la lengua, los labios, y también los dientes. Empezó a darle pequeños, aunque relativamente fuertes mordisquitos . Cada vez más pequeños. Cada vez más fuertes. Y también el dolor que le causaba era más agudo e intenso. Eso la excitaba. Mucho. Y él lo sabía, pues podía sentir cómo iba dejando de acariciarle el pelo para clavar las uñas en su nuca. No podía ver que se mordía los labios para –intentar- no gemir, pero sí sentía cómo se aceleraba su corazón, y cómo temblaba todo su cuerpo a pesar de su respiración lenta y profunda.
De pronto, cesó. Siguió unos instantes inmóvil, aplastada la nariz contra uno de los pechos, hasta que finalmente, se apartó, y dijo:
-Creo que me toca.
Quedó ella atónita momentáneamente hasta que vio que, con una caricia, le quitaba la navaja de la oreja, dónde anteriormente se la había colocado como si de un simple bolígrafo o cigarro se tratase.
-Cómo te gusta llenarme de babas… -replicó ella, dejando paso su estupefacción a un tono notablemente irritado por haberla “dejado a medias”.
Pero la única respuesta que consiguió fue una breve mirada mientras lentamente abría, concentrado, la navaja, y tras la cual sopló, sin decir palabra, con toda la fuerza de sus pulmones hacia su “babeado” pecho, lo que casi la hizo tiritar.
Tomó ella rápidamente la otra, y frunciendo el ceño como una niña enfadada, le dirigió una amenazadora mirada a la entrepierna, a la que él, ensimismado observando el arma, no prestó atención, añadió:
-Pues en los brazos.
Y le ofreció sus brazos desnudos, muñecas arribas. Ambos cambiaron el gesto repentinamente, adoptaban ahora sus rostros una expresión seria, aunque tranquila, casi solemne. Besó él su frente antes de apoyar levemente la punta de la hoja a la mitad de su antebrazo. Unos brazos preciosos, pensó. Era una verdadera lástima destrozarlos de esa manera. Con una delicadeza y precisión que a él mismo sorprendieron, comenzó a cortar lentamente hacia abajo, como si quisiera abrirle las venas y desangrarla en un momento, pero penetrando apenas la piel lo justo para que sangrase. A veces, menos aún. Mientras, ella no se movía, ni siquiera temblaba, ni siquiera contraía sus músculos. No la creía capaz de soportar tan bien el dolor.
Y comenzó con el otro brazo.
Su pulso de cirujano contrastaba enormemente con su labio inferior, que temblaba, con sus dientes a punto de comenzar a castañear, con sus ojos entrecerrados, con el conjunto de su cara, que evidenciaba el sumo placer que le causaba todo aquello. Se sentía como rompiendo el lacre de su primera carta de amor, como rasgando una negra cortina que ocultase la entrada al paraíso…
La sensación era casi orgásmica. Apenas podía imaginar cómo se sentiría ella.


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Capítulo 9.

No hicieron el amor. Se quedaron abrazados, enredados en las sábanas manchadas de sangre, hasta perder la noción del tiempo. Estaban casi en trance. Acababan de asumir que iban a morir Y a apenas les importaba. Estaban preparados. Pero se encontraban cómodos en esa posición. Si hubiesen estado haciendo…algo, no les habría importado dejarlo, o esperar a acabarlo para saltar por la ventana, o quitarse la vida de cualquier otra forma. Ni siquiera habían decidido aún cómo hacerlo, ni siquiera pensaban en ello. Se limitaban a no hacer nada, no pensando en nada, únicamente disfrutando cada uno del tacto del otro, deleitándose con el roce de sus pieles. Era demasiado agradable para dejarlo. Cualquier mínimo cambio, cualquier cosa que sucediese, les habría hecho volver en sí, pero nada ocurría. Seguían en un estado de duermevela en el que él le acariciaba el pelo y ella el pecho, sobre el que se recostaba.
Hasta que finalmente le sonó la tripa. Se preguntaba si le habría oído, pero notó cómo su pecho vibraba en una ligera risa, lo que se lo confirmó. Sintió una leve vergüenza, que aumentó al sentir en sus mejillas el calor que le indicaban que se estaba ruborizando, y volviendo el rostro hacia la ventana murmuró, como excusándose, que no habían comido nada desde el desayuno. Ya era por la tarde, según pudo comprobar mirando el color de un cielo cada vez más anaranjado. Los días de invierno son tan efímeros como la misma vida, se dijo. Habían acordado hacerlo por la mañana, y aunque no le gustaba especialmente aquella luz vespertina, pensó que podrían esperar un par de horas más para dejar este mundo con la puesta de sol.
Un par de horas… Tal vez quedase menos. Alargó la mano hasta la mesita buscando un reloj, cuando se quemó con una colilla mal apagada. Ni siquiera recordaba qué habían fumado para aliviar el dolor de las heridas de su amante… Pero esperaba que cuando llegase el momento se hubieran pasado los efectos. Evidentemente, no quería una muerte lenta y agónica, ni especialmente dolorosa, pero tampoco instantánea ni indolora. Quería…saborear el momento. Eso le hizo recordar que se acababa el tiempo para decidir el método. Abrió el cajón.
-Mira lo que he encontrado –dijo mostrando dos navajas de afeitar, damasquinadas en plata hasta lo excesivo- No me apetece moverme de aquí… Se está tan a gustito… Y las sábanas ya están manchadas de sangre…
Hablaba muy flojito, lenta y seductoramente. Empezó a acariciarle el pecho, con suavidad. Primero con un dedo, y después con una de las afiladas hojas. Y a pesar de que lo hizo con suma delicadeza, no logró evitar provocarle un diminuto cortecito, muy superficial, pero que se apresuró a besar.

-Me encanta cuando me cuidas, dijo él, despegando por fin los labios, volviéndolos a unir para besarla brevemente. Y volvió acariciarle el pelo. Le encantaba su pelo, pensó mientras ella le hacía pequeños cortes, ligeramente más profundos.  Cada vez más profundos. Y a besarlos. Y a lamer su sangre. Y a besarle con los labios mojados en su propia sangre. Tomó la otra navaja, idéntica, y abriéndola y colocándola entre sus pechos, le preguntó si quería probar. Pero su única respuesta fue besar –que no lamer- la herida, pequeña pero abundantemente sangrante, que acababa de hacerse, sin querer, justo al lado del pezón derecho. Realmente eran peligrosas y afiladas…


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Capítulo 8.

Dolía mucho más sacarse los trozos de porcelana que clavárselos, pensó. El dolor no le dejaba pensar en otra cosa. Ni siquiera en como agradecerle que se los estuviera extrayendo ella. También trataba de relajar la espalda, pero cada vez que sentía cómo le introducía las pinzas(o las uñas, pues no recordaba si la había visto coger pinzas) no podía evitar volver a tensar hasta el último músculo, cerrando las heridas y endureciendo su carne, lo que dificultaba notablemente la labor de la chica.
“A la orden”, dijo él, riendo para disimular el daño que le hacía, cuando le volvió a repetir que se estuviese quieto. Pero no podía evitarlo, realmente dolía mucho… y ahora ella creería que lo hacía a propósito, para… fardar de espalda musculosa, por ejemplo. Era ridículo, ni siquiera la tenía “ancha”. Se hartó. Estaban en la cama, así que fue a darse la vuelta para cogerla y… Y suerte que estaban en la cama, porque el brazo le falló, haciéndole hincar la cara en la almohada. Peor habría sido contra el suelo… Con el mismo brazo, hundió dos dedos en una herida bastante grande  se quitó un trozo bastante grande. El mayor de todos.
-¡Vaya! –exclamó ella- ése lo dejaba para el último, de postre. 
También ella bromeaba, pero no para disimular nada, sino para animarle, y compensarle, al menos un poco. Había sido ella la que le había hecho…eso.
-Pues se acabó el jugar a los médicos –le respondió.
Nada más decirlo se arrepintió de haber sonado tan…borde. En realidad no estaba enfadado, ni siquiera dolido. Bueno, dolido sí, pero sólo físicamente. No la culpaba de nada. Hasta lo grave de las consecuencias, le había parecido bien que le tirase de la mesa, de hecho le había encantado. Odiaba a la gente hipócrita que apoyaba cierta forma de actuar en los demás, hasta que algo salía mal, y entonces, cuando más se necesita a alguien…te dejan tirado. Lo había vivido. Y varias veces. Odiaba a muchos tipos de personas, a mayoría, pero especialmente a éstos.
También odiaba las consecuencias de las cosas, como las horas de dolor por un momento de placer. Pero bueno, así era la vida. “C’est la vie”, se dijo. Y aunque casi nunca fumaba, en ese momento le habría gustado soltar una bocanada de humo. En lugar de ello, le besó en un pecho que parecía casi salirse del  vestido, como accidentalmente. Seguro que lo hacía a propósito. Besó el otro, y le pareció ver, antes de cerrar los ojos, que estaba, al igual que el vestido y las sábanas, salpicado de sangre. Ya no le dolía, pero sabía que ella sí que seguía sintiéndose culpable, y quería que se le olvidase. Por un momento, se preguntó cuáles serían las consecuencias de todo aquello, si es que las tenía.

Porque todo tenía consecuencias. Otra cosas que no le gustaba de la vida…otro motivo para dejarla tirada y colgarse. Aunque la verdad es que a él las consecuencias poco le importaban. Normalmente, se tomaba las cosas con su idiosincrático estoicismo optimista: no importaba lo que hiciera, pero tendría sus repercusiones. Y tampoco importaba éstas, fueran las que fueran, siempre tendrían su lado bueno. O, al menos, su lado gracioso. Para él, la solución de los problemas consistía en buscárselo. 


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Capítulo 7.

Haciendo un grandísimo esfuerzo, se levantó de la mesa dejando los restos de lo que había sido el último desayuno de ambos. Esperaba que el idiota de su novio, por una vez, fuese capaz de  apreciar esa clase de detalles. Se besaron. Sin más. Fue un beso largo, pero sin anda que lo hiciese especial. Y aunque dejar la mesa puesta e irse –o más bien, querer hacerlo- a la cama ocupaba una parte importante de sus pensamientos, su cabeza seguía llena de ideas, muchas absurdas, según podía reconocer ella misma, sobre el más allá. Era, cuanto menos curioso ver cómo cuanto más se afanaba en evitar pensar algo, más se enquistaba en su mente.
“Maldito subconsciente”, pensó. La relación con su subconsciente siempre había sido algo tensa, pues aunque ella no se consideraba especialmente inteligente, siempre lo había considerado superdotado. Pero un poquito cabrón.
No como el tontorrón al que estaba besando. Le había cogido la mano, poniéndosela tras sus rodillas, pero no consiguió de él más que, en un alarde de necedad, le agarrase el trasero.
Un poquito muy cabrón. Cuando trataba de concentrarse en algo, se le ocurrían geniales ideas de los más diversos temas sobre las que pensar, pero cuando trataba de evitar pensar en algo, no podía dejar de hacerlo, por ejemplo. Y, por supuesto, en los primeros….noventa segundos tras salir de un examen, recordaba todas las respuestas que había dejado en blanco.
Sintió que la aupaba hasta sentarla en la mesa. Hacía ya varios minutos que sus labios no se despegaban.
Fue por aquellos tiempos, cuando aún iba al instituto, cuando decidió que su subconsciente sería del sexo masculino. Hasta entonces había sido una especie de amiga imaginaria. No estaba loca, sabía que no era real. Tal vez de muy niña –no lo recordaba-, sí “la veía”, y al empezar la escuela, como suele pasar a las chicas más bonitas, estuvo un poco marginada en clase, era algo solitaria, así que se dijo que no estaría mal tener una amiga imaginaria. Aunque realmente no la tuviera. Pero años más tarde, si oba a estar presente en sus masturbaciones, prefería que fuese “un” amigo.
Sintió como el pecho del chico se abalanzaba contra ella, oprimiéndole el suyo y haciéndola caer tumbada sobre la mesa. Suavemente, pues la cogía rodeando sus brazos con un hombro, mientras con la otra mano sujetaba, acariciándola, su nuca, sin dejar de besarla, ahora por el cuello.
Una taza, o algún otro objeto de cerámica cayó al suelo, haciéndose pedazos. Pero no le importaba. Ya no. Después de todo, pensó en un tono sarcásticamente solemne debido a las circunstancias en que se encontraba su cuerpo físico, no estaba tan mal tener un subconsciente así. A menudo recurría a él, le “invocaba”, en las aburridas sesiones de sexo, convirtiéndolas  en tríos en los que actuaba susurrándole ideas al oído, o haciéndola acariciarse a sí misma. Y, además, pensar en todo esto, como en ese momento, le permitía evadirse y olvidarse de…aquello que quisiera olvidar. Como lo que habría tras la Muerte, y el interés de la Iglesia por ocultarlo, evidenciando que, de una manera u otra lo conocía.
Susurró un “mierda” al volver a recordarlo que, casualidad o no, coincidió con el paso de besos a mordisquitos en su cuello. Y fue en ese instante cuando se dio cuenta de que, esta vez, no necesitaría a su imaginación para pasarlo bien. Y devolviendo como pudo algunos de esos cariñosos mordiscos, le hizo desaparecer, como a ese fiel amigo al que cuando sabe que sobra, le basta una mirada para esfumarse, aun sabiendo que al día siguiente volverá pidiendo una explicación, que ya conoce, cuando lo que en verdad quiere son los detalles que no le darás.
Desistió. Se dejó morder. Volvía a parecer ausente, pero no pensaba ya en nada, simplemente…disfrutaba. Se mordía los labios de placer. Llegó incluso a hacerlos sangrar. Decidió entonces tomar la iniciativa. Desclavó las uñas de los brazos del chico, llegando casi a asustarse al ver lo profundo de las heridas que le había causado, agarrándole los hombros para hacerle girar y situarse encima. Así podría dejar a la sangre caer en sus labios. Cayó sobre su pecho. Y él sobre los afilados restos de la porcelana rota, pero no pareció importarle, porque lo único que hizo fue levantarle el vestido, y volverse a sorprender de que no hubiese bajo él la más mínima prenda…


Capítulo siguiente.


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