El título sin blog
jueves, 24 de abril de 2014
Capítulo 10.
-¡Para para para! –Gritaba (en voz bajita) de vez en cuando.
Y entonces ella, dejaba de escribir con la cuchilla en el pecho del chico, y le
dejaba lamer la sangre de la herida del suyo durante unos instantes antes de
seguir con su labor.
Ahora era ella quien le acariciaba el pelo mientras él
hundía su rostro entre sus senos, acariciándolos suavemente con la lengua, los
labios, y también los dientes. Empezó a darle pequeños, aunque relativamente
fuertes mordisquitos . Cada vez más pequeños. Cada vez más fuertes. Y también
el dolor que le causaba era más agudo e intenso. Eso la excitaba. Mucho. Y él
lo sabía, pues podía sentir cómo iba dejando de acariciarle el pelo para clavar
las uñas en su nuca. No podía ver que se mordía los labios para –intentar- no gemir,
pero sí sentía cómo se aceleraba su corazón, y cómo temblaba todo su cuerpo a
pesar de su respiración lenta y profunda.
De pronto, cesó. Siguió unos instantes inmóvil, aplastada la
nariz contra uno de los pechos, hasta que finalmente, se apartó, y dijo:
-Creo que me toca.
Quedó ella atónita momentáneamente hasta que vio que, con
una caricia, le quitaba la navaja de la oreja, dónde anteriormente se la había
colocado como si de un simple bolígrafo o cigarro se tratase.
-Cómo te gusta llenarme de babas… -replicó ella, dejando
paso su estupefacción a un tono notablemente irritado por haberla “dejado a
medias”.
Pero la única respuesta que consiguió fue una breve mirada
mientras lentamente abría, concentrado, la navaja, y tras la cual sopló, sin
decir palabra, con toda la fuerza de sus pulmones hacia su “babeado” pecho, lo
que casi la hizo tiritar.
Tomó ella rápidamente la otra, y frunciendo el ceño como una
niña enfadada, le dirigió una amenazadora mirada a la entrepierna, a la que él,
ensimismado observando el arma, no prestó atención, añadió:
-Pues en los brazos.
Y le ofreció sus brazos desnudos, muñecas arribas. Ambos
cambiaron el gesto repentinamente, adoptaban ahora sus rostros una expresión
seria, aunque tranquila, casi solemne. Besó él su frente antes de apoyar levemente
la punta de la hoja a la mitad de su antebrazo. Unos brazos preciosos, pensó.
Era una verdadera lástima destrozarlos de esa manera. Con una delicadeza y
precisión que a él mismo sorprendieron, comenzó a cortar lentamente hacia
abajo, como si quisiera abrirle las venas y desangrarla en un momento, pero
penetrando apenas la piel lo justo para que sangrase. A veces, menos aún. Mientras,
ella no se movía, ni siquiera temblaba, ni siquiera contraía sus músculos. No
la creía capaz de soportar tan bien el dolor.
Y comenzó con el otro brazo.
Su pulso de cirujano contrastaba enormemente con su labio
inferior, que temblaba, con sus dientes a punto de comenzar a castañear, con
sus ojos entrecerrados, con el conjunto de su cara, que evidenciaba el sumo
placer que le causaba todo aquello. Se sentía como rompiendo el lacre de su
primera carta de amor, como rasgando una negra cortina que ocultase la entrada
al paraíso…
Capítulo 9.
No hicieron el amor. Se quedaron abrazados, enredados en las
sábanas manchadas de sangre, hasta perder la noción del tiempo. Estaban casi en
trance. Acababan de asumir que iban a morir Y a apenas les importaba. Estaban
preparados. Pero se encontraban cómodos en esa posición. Si hubiesen estado
haciendo…algo, no les habría importado dejarlo, o esperar a acabarlo para saltar
por la ventana, o quitarse la vida de cualquier otra forma. Ni siquiera habían
decidido aún cómo hacerlo, ni siquiera pensaban en ello. Se limitaban a no
hacer nada, no pensando en nada, únicamente disfrutando cada uno del tacto del
otro, deleitándose con el roce de sus pieles. Era demasiado agradable para
dejarlo. Cualquier mínimo cambio, cualquier cosa que sucediese, les habría
hecho volver en sí, pero nada ocurría. Seguían en un estado de duermevela en el
que él le acariciaba el pelo y ella el pecho, sobre el que se recostaba.
Hasta que finalmente le sonó la tripa. Se preguntaba si le
habría oído, pero notó cómo su pecho vibraba en una ligera risa, lo que se lo
confirmó. Sintió una leve vergüenza, que aumentó al sentir en sus mejillas el
calor que le indicaban que se estaba ruborizando, y volviendo el rostro hacia
la ventana murmuró, como excusándose, que no habían comido nada desde el
desayuno. Ya era por la tarde, según pudo comprobar mirando el color de un
cielo cada vez más anaranjado. Los días de invierno son tan efímeros como la
misma vida, se dijo. Habían acordado hacerlo por la mañana, y aunque no le
gustaba especialmente aquella luz vespertina, pensó que podrían esperar un par
de horas más para dejar este mundo con la puesta de sol.
Un par de horas… Tal vez quedase menos. Alargó la mano hasta
la mesita buscando un reloj, cuando se quemó con una colilla mal apagada. Ni
siquiera recordaba qué habían fumado para aliviar el dolor de las heridas de su
amante… Pero esperaba que cuando llegase el momento se hubieran pasado los
efectos. Evidentemente, no quería una muerte lenta y agónica, ni especialmente
dolorosa, pero tampoco instantánea ni indolora. Quería…saborear el momento. Eso
le hizo recordar que se acababa el tiempo para decidir el método. Abrió el
cajón.
-Mira lo que he encontrado –dijo mostrando dos navajas de
afeitar, damasquinadas en plata hasta lo excesivo- No me apetece moverme de
aquí… Se está tan a gustito… Y las sábanas ya están manchadas de sangre…
Hablaba muy flojito, lenta y seductoramente. Empezó a
acariciarle el pecho, con suavidad. Primero con un dedo, y después con una de
las afiladas hojas. Y a pesar de que lo hizo con suma delicadeza, no logró
evitar provocarle un diminuto cortecito, muy superficial, pero que se apresuró
a besar.
-Me encanta cuando me cuidas, dijo él, despegando por fin
los labios, volviéndolos a unir para besarla brevemente. Y volvió acariciarle
el pelo. Le encantaba su pelo, pensó mientras ella le hacía pequeños cortes,
ligeramente más profundos. Cada vez más profundos.
Y a besarlos. Y a lamer su sangre. Y a besarle con los labios mojados en su
propia sangre. Tomó la otra navaja, idéntica, y abriéndola y colocándola entre
sus pechos, le preguntó si quería probar. Pero su única respuesta fue besar
–que no lamer- la herida, pequeña pero abundantemente sangrante, que acababa de
hacerse, sin querer, justo al lado del pezón derecho. Realmente eran peligrosas
y afiladas…
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Capítulo 8.
Dolía mucho más sacarse los trozos de porcelana que
clavárselos, pensó. El dolor no le dejaba pensar en otra cosa. Ni siquiera en
como agradecerle que se los estuviera extrayendo ella. También trataba de
relajar la espalda, pero cada vez que sentía cómo le introducía las pinzas(o
las uñas, pues no recordaba si la había visto coger pinzas) no podía evitar
volver a tensar hasta el último músculo, cerrando las heridas y endureciendo su
carne, lo que dificultaba notablemente la labor de la chica.
“A la orden”, dijo él, riendo para disimular el daño que le
hacía, cuando le volvió a repetir que se estuviese quieto. Pero no podía
evitarlo, realmente dolía mucho… y ahora ella creería que lo hacía a propósito,
para… fardar de espalda musculosa, por ejemplo. Era ridículo, ni siquiera la
tenía “ancha”. Se hartó. Estaban en la cama, así que fue a darse la vuelta para
cogerla y… Y suerte que estaban en la cama, porque el brazo le falló,
haciéndole hincar la cara en la almohada. Peor habría sido contra el suelo… Con
el mismo brazo, hundió dos dedos en una herida bastante grande se quitó un trozo bastante grande. El mayor
de todos.
-¡Vaya! –exclamó ella- ése lo dejaba para el último, de
postre.
También ella bromeaba, pero no para disimular nada, sino
para animarle, y compensarle, al menos un poco. Había sido ella la que le había
hecho…eso.
-Pues se acabó el jugar a los médicos –le respondió.
Nada más decirlo se arrepintió de haber sonado tan…borde. En
realidad no estaba enfadado, ni siquiera dolido. Bueno, dolido sí, pero sólo
físicamente. No la culpaba de nada. Hasta lo grave de las consecuencias, le
había parecido bien que le tirase de la mesa, de hecho le había encantado. Odiaba
a la gente hipócrita que apoyaba cierta forma de actuar en los demás, hasta que
algo salía mal, y entonces, cuando más se necesita a alguien…te dejan tirado.
Lo había vivido. Y varias veces. Odiaba a muchos tipos de personas, a mayoría,
pero especialmente a éstos.
También odiaba las consecuencias de las cosas, como las
horas de dolor por un momento de placer. Pero bueno, así era la vida. “C’est la
vie”, se dijo. Y aunque casi nunca fumaba, en ese momento le habría gustado
soltar una bocanada de humo. En lugar de ello, le besó en un pecho que parecía
casi salirse del vestido, como
accidentalmente. Seguro que lo hacía a propósito. Besó el otro, y le pareció
ver, antes de cerrar los ojos, que estaba, al igual que el vestido y las
sábanas, salpicado de sangre. Ya no le dolía, pero sabía que ella sí que seguía
sintiéndose culpable, y quería que se le olvidase. Por un momento, se preguntó
cuáles serían las consecuencias de todo aquello, si es que las tenía.
Porque todo tenía consecuencias. Otra cosas que no le
gustaba de la vida…otro motivo para dejarla tirada y colgarse. Aunque la verdad
es que a él las consecuencias poco le importaban. Normalmente, se tomaba las
cosas con su idiosincrático estoicismo optimista: no importaba lo que hiciera,
pero tendría sus repercusiones. Y tampoco importaba éstas, fueran las que
fueran, siempre tendrían su lado bueno. O, al menos, su lado gracioso. Para él,
la solución de los problemas consistía en buscárselo.
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Capítulo 7.
Haciendo un grandísimo esfuerzo, se levantó de la mesa
dejando los restos de lo que había sido el último desayuno de ambos. Esperaba
que el idiota de su novio, por una vez, fuese capaz de apreciar esa clase de detalles. Se besaron.
Sin más. Fue un beso largo, pero sin anda que lo hiciese especial. Y aunque
dejar la mesa puesta e irse –o más bien, querer hacerlo- a la cama ocupaba una
parte importante de sus pensamientos, su cabeza seguía llena de ideas, muchas
absurdas, según podía reconocer ella misma, sobre el más allá. Era, cuanto
menos curioso ver cómo cuanto más se afanaba en evitar pensar algo, más se
enquistaba en su mente.
“Maldito subconsciente”, pensó. La relación con su
subconsciente siempre había sido algo tensa, pues aunque ella no se consideraba
especialmente inteligente, siempre lo había considerado superdotado. Pero un
poquito cabrón.
No como el tontorrón al que estaba besando. Le había cogido
la mano, poniéndosela tras sus rodillas, pero no consiguió de él más que, en un
alarde de necedad, le agarrase el trasero.
Un poquito muy cabrón. Cuando trataba de concentrarse en
algo, se le ocurrían geniales ideas de los más diversos temas sobre las que
pensar, pero cuando trataba de evitar pensar en algo, no podía dejar de
hacerlo, por ejemplo. Y, por supuesto, en los primeros….noventa segundos tras
salir de un examen, recordaba todas las respuestas que había dejado en blanco.
Sintió que la aupaba hasta sentarla en la mesa. Hacía ya
varios minutos que sus labios no se despegaban.
Fue por aquellos tiempos, cuando aún iba al instituto,
cuando decidió que su subconsciente sería del sexo masculino. Hasta entonces
había sido una especie de amiga imaginaria. No estaba loca, sabía que no era
real. Tal vez de muy niña –no lo recordaba-, sí “la veía”, y al empezar la
escuela, como suele pasar a las chicas más bonitas, estuvo un poco marginada en
clase, era algo solitaria, así que se dijo que no estaría mal tener una amiga
imaginaria. Aunque realmente no la tuviera. Pero años más tarde, si oba a estar
presente en sus masturbaciones, prefería que fuese “un” amigo.
Sintió como el pecho del chico se abalanzaba contra ella,
oprimiéndole el suyo y haciéndola caer tumbada sobre la mesa. Suavemente, pues
la cogía rodeando sus brazos con un hombro, mientras con la otra mano sujetaba,
acariciándola, su nuca, sin dejar de besarla, ahora por el cuello.
Una taza, o algún otro objeto de cerámica cayó al suelo,
haciéndose pedazos. Pero no le importaba. Ya no. Después de todo, pensó en un
tono sarcásticamente solemne debido a las circunstancias en que se encontraba
su cuerpo físico, no estaba tan mal tener un subconsciente así. A menudo
recurría a él, le “invocaba”, en las aburridas sesiones de sexo, convirtiéndolas en tríos en los que actuaba susurrándole
ideas al oído, o haciéndola acariciarse a sí misma. Y, además, pensar en todo
esto, como en ese momento, le permitía evadirse y olvidarse de…aquello que
quisiera olvidar. Como lo que habría tras la Muerte, y el interés de la Iglesia
por ocultarlo, evidenciando que, de una manera u otra lo conocía.
Susurró un “mierda” al volver a recordarlo que, casualidad o
no, coincidió con el paso de besos a mordisquitos en su cuello. Y fue en ese
instante cuando se dio cuenta de que, esta vez, no necesitaría a su imaginación
para pasarlo bien. Y devolviendo como pudo algunos de esos cariñosos mordiscos,
le hizo desaparecer, como a ese fiel amigo al que cuando sabe que sobra, le basta
una mirada para esfumarse, aun sabiendo que al día siguiente volverá pidiendo
una explicación, que ya conoce, cuando lo que en verdad quiere son los detalles
que no le darás.
Desistió. Se dejó morder. Volvía a parecer ausente, pero no
pensaba ya en nada, simplemente…disfrutaba. Se mordía los labios de placer.
Llegó incluso a hacerlos sangrar. Decidió entonces tomar la iniciativa.
Desclavó las uñas de los brazos del chico, llegando casi a asustarse al ver lo
profundo de las heridas que le había causado, agarrándole los hombros para
hacerle girar y situarse encima. Así podría dejar a la sangre caer en sus
labios. Cayó sobre su pecho. Y él sobre los afilados restos de la porcelana
rota, pero no pareció importarle, porque lo único que hizo fue levantarle el
vestido, y volverse a sorprender de que no hubiese bajo él la más mínima
prenda…
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