Aunque a menudo recreaba en su mente aquellos momentos, aún
no sabía pasado inmóvil observando los inertes ojos abiertos de su hija y los
turbios cabellos de su esposa mecidos por el gélido viento, pero fue el
suficiente para dar tiempo a que llegara la policía, e instantes después, una
ambulancia. Según supo más tarde, el accidente fue culpa del camión. O más
bien, de su conductor, un cocainómano sin ni siquiera carnet de conducir que lo
acababa de robar. Sabía conducir un coche (y robar) un coche desde que tenía
quince años, pero no un camión. No por asfalto cubierto de hielo. Y sobre todo,
no con los reflejos distorsionados por los estupefacientes ni con un conductor que, distraído por su bella
esposa, parando su coche junto a él. Al parecer, una semana después, antes del
juicio, se ahorcó. Pero no le guardaba rencor. Y menos después de que se suicidase. La culpa no era
de nadie, son cosas que pasan… Pero él era culpable. No del accidente, desde
luego. Pero sí de haber culpado a su mujer de él. Apenas fue una fracción de
segundo, desde que notó que había tenido un accidente hasta que abrió los ojos
y vio las consecuencias de éste. Incluso cuando vio a su hija agonizante la
culpó, pero en menos de lo que se tarda en parpadear, comprendió que era
demasiada culpa para una persona que le quería cuyo único fallo fue tratar de
avisarles de lo que
podía pasar.
Entonces es cuando se arrepintió. La vio caer muerta. Y lo último que había
pensado sobre ella mientras estaba en vida…fue que era la causante de la muerte
de la hija de ambos.
Cuando te sientes culpable de una tragedia así, incluso si
lo eres, todos, hasta tú mismo, te ayudan a superarlo, diciendo cosas como que no
es culpa de nadie, que tenía que pasar, que no pudo evitarse y otras
banalidades. Pero ¿cómo se superaba el culpar a alguien inocente, a alguien que
ya se ha ido, a alguien que en vida fue la persona que más quisiste hasta que
te dio otra personita con la que compartir ese puesto? ¿Cómo iba a perdonarse no
haberse despedido de las dos personas a las que más quiso jamás? ¿Cómo iba
siquiera a sentirse humano después de haber cogido el coche sin preocuparse de
nada, permitiendo que una niña pequeña fuese en la parte delantera del vehículo
y que su mujer se jugara la vida
cerrando la puerta? Estaba claro que no había forma alguna.
Por suerte, el
seguro le indemnizó tan generosamente que no tendría que volver a trabajar en
años si seguía llevando la vida que hasta entonces había tenido. Pero ya no
tenía vida. Apenas comía. No tenía a quién regalar juguetes por las buenas
notas, ni a quién sorprender con una cena romántica. No tenía, por supuesto,
motivos para comprarse nada, se odiaba. Tampoco gastaría combustible con un
coche que, no sabía por qué, reparó, pues no tenía un trabajo al que ir, una hija
a la que llevar a clase, una familia con la que ir al campo los domingos, ni
jamás tendría una hija a la que enseñar a conducir con el coche viejo, así que lo
vendió. Y lo mismo hizo con la casa… ¿Para qué dos pisos estando él sólo? ¿Para qué un castillo sin sus dos
princesas? Decidió coger todo el dinero que consiguió y mudarse a la modesta
pensión frente al hospital, en la que tuvo su primera “cita” con su ya difunto
amor. Con suerte, alguien le metería un tiro mientras dormía para llevarse el
dinero, y si le detenían, en su testamento había dejado bien claro que la mitad
del dinero sería para el asesino, en agradecimiento por aliviarle sufrimiento y
en compensación por la probable pena de cárcel, y la otra mitad para unos
suegros a los que no se atrevía mirar a la cara.
Así vivó unas semanas. Se despertaba aterrado en mitad de la
noche varias veces, reviviendo aquel momento, deseando no morir ante aquel
camión que al verlo aceleraba en lugar de frenar, no quería dejar una huérfana
y una viuda tan jóvenes y guapas. Pero entonces despertaba, veía que eran ellas las que le habían dejado solo, y
por muy egoísta que sonara, deseaba haberse ido él. O haberse despedido de
ellas como merecían…o al menos, sin reprocharles nada. Por el día, bajaba una o
dos veces como máximo al restaurante que había justo bajo su habitación. Cuando
tenía una vida, había estado muchas veces, durante un tiempo iba casi a diario.
Era donde comían los trabajadores del hospital a los que no les gustaba la
comida que se servía en los comedores de éste. Los internos considerados por sí
mismos “rebeldes”, y sobre todo el personal no sanitario. Entonces los veía.
Era el único contacto con la sociedad que tenía. Pero sabía que jamás nadie le
llegaría a importar una milésima parte de lo que le importó su familia, y si se
odiaba a sí mismo, también a los demás.
Evidentemente, no hablaba con nadie. Pero se sentía observado.
Eran miradas de compasión que se apiadaban de él, pero también, a veces, de
envidia. Había quien nunca supo lo que es tener una familia, pero tampoco lo
que es tener dinero, y él tenía lo segundo. Poco a poco, empezó a pasar más
tiempo allí, pero no comiendo, ni por supuesto hablando con sus antiguos
compañeros, que ya empezaban a recriminárselo, sino bebiendo frente a una
máquina tragaperras. Las miradas de envidia desaparecieron por completo, las de
piedad comenzaron a convertirse en desaprobadoras miradas de recriminación. De
desprecio. Casi de odio. Su aspecto era lamentable, el de un vagabundo. Y en
esto es en lo que se convirtió cuando una noche, casi al amanecer, se encontró
su habitación vacía. Claro, que no podía culpar a nadie, incluso el dueño le
culpó a él de que le robaran el televisor: se había dejado la puerta abierta.
Fue de este modo como acabó viviendo en la calle, y justo un
año después del accidente, en un invierno que ahora parecía mucho más frío y
terrible, volvió a ver la silueta desfigurada de su hija recortada en un brillo
que le despertaba. Y volvió a sentir el golpe en su nunca. Pero a diferencia de
la noche anterior, y de la anterior a ésta, y de todas las noches del último
año, el golpe fue mucho más fuerte. Y no se fue disipando hasta convertirse en
resaca matutina, sino que fue seguido por otro aún más fuerte. Y por otro más,
en el costado, con el que sintió el quebrarse de sus costillas. Abrió los ojos
y tras volver a ver el cuerpo sin vida de su esposa con el pelo manchado de
sangre y moviéndose por el viento, vio a 4 jóvenes dándole una paliza. Pero de
pronto, uno de ellos dijo algo a los demás, y se fueron corriendo. Él volvió a
dormirse. Soñó de nuevo con su familia.
Cuando despertó, se encontraba en el hospital, en urgencias,
pero esta vez, en una camilla. Y frente a él, una joven médico preciosa.
Últimamente no había tratado con muchas mujeres, pero ésta era realmente guapa.
Le explicó que los que le había pegado no eran neonazis ni nada así, sino
matones. Al parecer, alguien a quien se parecía mucho, se había ganado una
paliza, y aquellos brutos se confundieron. Pero gracia a ello, los habían detenido, habían confesado, y a estas horas
una gran red de criminales profesionales estaban siendo arrestados. También
dijo que le consideraba un héroe.
La chica siguió hablando, pero él ya no escuchaba. Observaba
cómo le daba puntos en el pecho con unas manos temblorosas. Hablaba más para
tranquilizarse a ella misma que a él. Ni siquiera le había tapado con la
sabanita verde. Era una novata. Una novata muy guapa. Y entonces recordó cómo
conoció a su difunta amada. Aquella burda recreación mancillaba su recuerdo.
Pero en ese instante, justo cuando daba el último punto, una enfermera entró
llamándola, y se fue corriendo sin decir nada más. Inepta e incompetente becaria…había
dejado sin vigilancia el material quirúrgico. No tardó ni dos minutos en volver
a entrar con una gran (y hermosa) sonrisa. Preguntó si seguían y antes de
esperar una respuesta, se acercó hacia la camilla para seguir remendando su
magullada piel. Pero sí que respondió. Cogió el mayor bisturí de los que había
junto a él dijo, casi gritó “No. No seguimos” al mismo tiempo que, ante los atónitos ojos de la chica, se seccionaba la yugular.