viernes, 24 de mayo de 2013

[Relato LibrosVeo] Sí estaba, esperaba en el pasillo.


Sí estaba, esperaba en el pasillo.
Aún no había cruzado las puertas del hospital, y ya se sentía peor que cuando entró hacía hora (…y siete minutos, según comprobó en su reloj. Siempre miraba el reloj). Nunca reconoció su problema, jamás soportó a su psiquiatra con cara de pedófilo, pero el haber tenido que venir sola  justo hoy no ayudó demasiado. Normalmente, su madre le acompañaba. Le encantaba eso. Los minutos en la sala de espera, que no era más que un banco en un siniestro pasillo, parecían volar cuando tenías esas conversaciones madre-hija sobre triviales tonterías como cuando era pequeña.

   A pesar de ello, cada vez que se daba cuenta de lo feliz que era durante esos cinco minutos semanales, lo estropeaba adrede quejándose de lo primero que se le ocurría y llamándola pesada. No quería que nadie supiera que disfrutaba, ni siquiera un poquito, de sus visitas al loquero: corría el riesgo de parecer que fingía sus problemas para llamar la atención en cierto modo quería que supieran que realmente estaba enferma, puede que para que le ayudasen, pero jamás reconocería estarlo… Tal vez debería dejar de pensar en la opinión de los demás sobre su comportamiento, sus palabras, sus gestos…sobre ella.
   Pero precisamente de ahí venían sus obsesiones, sus problemas, todos sus males. Era un bucle infinito de querer curarse o disfrutar empeorando, llamar la atención o pasar desapercibida, necesitar amar a cualquiera de los pocos que se dignaban a dirigirle la palabra a una rarita como ella, o queriendo odiar a todos los que le rodeaban, incluyendo tanto a esa extraña cría que le observaba absorta desde el otro lado del espejo como a ella misma…que no parecían ser la misma persona, ni remotamente parecidas… su vida podía resumirse a esa sucesión de pequeños avances y mejorías, y derrumbantes recaídas.
   En cuanto pisó la calle se dio cuenta: a pesar de que había sitio de sobra para aparcar, no vio el coche de su madre esperándole como le dijo. Seguramente, habría ido a buscar a la estúpida de su hermana mayor que, claramente con el síndrome de destronada princesa (horrible esta palabra, a la par que inalcanzable)no hacía más que acaparar toda la atención materna metiéndose en líos. Y esto era desde que nació ella, siendo la mayor demasiado pequeña para poder cuidarla, pero también demasiado mayor para olvidar lo bien que  estaba sin tener que compartir muñecas, habitación… y madre.
   Miró de un lado a otro, como desorientada, odiándolas a ambas. Y cuando notó el agujero de su bolsillo por el que había perdido el euro para el autobús, ese agujero que siempre olvidaba también se odió a sí misma, por torpe. Apretó tanto los ojos para impedir a sus lágrimas salir que se mareó, y  casi pierde el equilibrio. De no ser por apoyarse en su propia rodilla, en un gesto y postura tan extraños como ridículos, habría caído al suelo.
   Y entonces, JUSTO entonces, se le acercó un chico de unos dos años más que ella, bastante mono, por cierto, preguntando si necesitaba ayuda. Mirando al suelo y poniéndose en pie, negó rápidamente con la cabeza, pues suponía que, por mucho que se esforzara, no lograría articular palabra. Aún no sabía si era un gilipollas dispuesto a ofrecerse a ser el apoyo que tanto necesitaba para seguir adelante, u otro gilipollas que la compadecía por la cara “de zombi” que le habían dejado las últimas 38 horas (muy lejos de su récord personal) sin probar bocado ni apenas dormir, pero era mono… y bastó que le dijera un “¿seguro?” seguido de una sonrisa mientras le tocaba el hombro, para que cayera desmayada.
   Despertó ya de noche en una habitación de aquel horrendo hospital…y por supuesto, el chico ya no estaba.

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