viernes, 4 de enero de 2013

Trincheras.


No era la primera vez que saltaba a una trinchera para salvar la vida al oír disparos, ni sería la última, si Dios quería, pero hacía bastante tiempo de la anterior, hacía meses que no se sentía tan vivo al escuchar disparos, abalanzarse tras cualquier cosa que pudiera servir de cobertura, y un par de segundos más tarde, ver las balas de mosquete volar sobre su cabeza. Se odiaba a sí mismo, se sentía cínico y despreciable al alegrarse de ver caer a sus compatriotas mientras él seguía vivo…no podía evitarlo, sólo autoimponerse la penitencia de jugarse la vida intentando ser SIEMPRE el primero en volverse a levantar y asomarse a disparar.
 Pero cuando mataba a un “malo”… ese momento sí que lo disfrutaba, se enorgullecía de su propia puntería, de su pulso firme…pero sobre todo, de su sangre fría. Claro, que luego el arrepentimiento era aun mayor: se sentía culpable de no sentirse culpable por arrebatar una vida humana (al pensar en esto besó su crucifijo, lo llevaba desde niño al cuello, pues era toda la herencia que había recibido de su abuelo, a pesar de ser su único nieto con vida) a un completo desconocido que, aunque nunca se podía estar seguro de ello, a él personalmente no le había hecho nada…aunque a los suyos sí. Y a pesar de que la vida de éstos le importaba poco más que la de los piojos que cada noche le impedían dormir a gusto, a veces trataba de autojustificarse intentando hacerse creer a sí mismo que actuaba de ese modo por vengarles.
Escupió la punta de papel del cartucho mientras y volvió a besar su crucecita apoyada en el hombro mientras con ambas manos y en un movimiento tan rápido como mecánico, que ya realizaba sin mirar, introducía la bala por el cañón de su viejo arcabuz y soplaba la mecha para avivarla. Llevaba más de año y medio en retaguardia, ensillando caballos a oficiales con mejor estrella que él, expoliando y arrasando las últimas propiedades de los campesinos de aquellas extrañas tierras que aún se negaban a abandonar sus hogares, o haciendo tranquilas guardias nocturnas en los pobres almacenes donde guardaban las escasas provisiones que algún lejano rey (ya ni sabía quién era)de su lejana patria se dignaba a enviar a los hombres que le mantenían en el poder. Era su “permiso” más largo desde que, arruinado, abandonó su pueblo para buscar una nueva oportunidad en el glorioso ejército que anunciaban las oficinas de reclutamiento.
Volvió a besar la cruz, en el mismo gesto con el que soplaba de nuevo la mecha de su arma. Era su particular ritual que realizaba antes de disparar desde…desde siempre. De crío soplaba a las piedras del tirachinas para que le dieran suerte. Hecho esto, se levantó, apuntó… Y diana. Como siempre. Los gritos de dolor le aseguraron que el desgraciado estaría incapacitado para volver a matar, pero vivo. No había segado otra vida, pero seguro que sí había salvado alguna de las de los suyos.
Estos pensamientos eran lo único que le mantenían con vida y le permitían seguir adelante, pensó acariciando con un dedo el colgante de su prometida, fallecida ésta prematuramente, y desliando su cordón de la cadena del crucifijo. Era precioso…con calaveras, pero precioso. “Ahora eres novio de la muerte, ¿no?” dijo cuando se lo regaló. Lo estaba dejando. Le quería…pero lo dejó. Ella sólo intentaba persuadirle de la idea de ir a la guerra, pero el muy idiota creyó que era porque había perdido sus propiedades y ya no podría darle la vida que le había prometido, y esa misma tarde se alistó. Claro, que todo eso no lo supo hasta que un año más tarde tuvo noticias de su muerte.
Por los insultos en otra lengua que salían de su trinchera supuso también era alguien importante, o tal vez querido entre sus compañeros. Y por la ráfaga de proyectiles que se clavaban, o rebotaban en los tablones contra los que estaba apoyado. Pero no era suficiente para hacerle salir de sus pensamientos y sus recuerdos. Hasta que de pronto, oyó  a alguien acercarse corriendo; eran varios. Sacó la espada, la corta, no esa enormidad  que usaba en caballería, y se puso en pie. Entonces, una de las balas que se estrellaban contra la trinchera no hizo tal y le dio de lleno en la nuca, logrando sacar en un instante, esta vez sí, todo lo que un día llegó a pensar, amar e incluso desear. Llegaron corriendo sus compañeros de la trinchera próxima, maldiciendo unos y riendo otros: la ciudad se había rendido hacía un par  horas. Éste sería el último soldado caído, y los rebeldes de enfrente que ahora levantaban una improvisada bandera blanca, sería juzgados esa misma noche y ahorcados al amanecer. 


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